Ela "Casada con la realeza"

CAPÍTULO 17

LA CORONA Y LA JAULA

FREDERICK

El salón principal ha sido transformado. El mármol blanco del piso brilla con una intensidad casi cruel, y las flores —lirios, hortensias y rosas— han sido dispuestas con una perfección tan fastidiosa que apenas las puedo mirar.

El mundo entero parece haber sido decorado para celebrar mi condena.

Los nobles comienzan a llenar sus asientos. Susurros, abanicos, miradas disfrazadas de cortesía. Todos están aquí por el espectáculo. No por mí. Ni por ella. Solo por el morbo de ver al príncipe casarse con una campesina.

Trago saliva. La capa azul real que llevo me pesa como si llevara una armadura. La corona de heredero reluce sobre mi cabeza, recordándome lo que está en juego.

Gerad se me acerca y me acomoda una arruga en la túnica. Siempre tan meticuloso. Tan correcto.

—Su alteza… es hora.

Camino hasta el altar sin apresurarme. Ni un paso más rápido de lo necesario. Cada pisada retumba como si el suelo supiera que está sellando algo irreversible.

Los músicos cambian la melodía.

Y entonces la veo.

Ela aparece al final del pasillo, envuelta en blanco. No hay tiaras ni diamantes, pero el vestido —simple, casi modesto— parece hecho para ella. No baja la vista. Camina con la cabeza en alto, sin vacilar. Sin miedo.

No sonríe.

No me busca con la mirada.

Y eso me molesta más de lo que debería.

Mi mandíbula se tensa. Este es el juego. El momento decisivo. La unión perfecta de la corona y la jaula. La elección de mi padre convertida en un símbolo de poder, redención o humillación.

Cuando Ela llega a mi lado, ni siquiera la miro al principio.

Pero puedo sentirla.

Respira tranquila. Demasiado tranquila.

El sacerdote comienza a hablar, y el murmullo del salón se extingue como una vela en el viento.

Miro de reojo a Ela.

Se mantiene erguida, los labios apretados. Una estatua viva. Orgullosa. Seria. Inquebrantable.

No parece una campesina.

No parece una princesa.

Parece una reina en potencia.

Y eso me enfurece… porque no era parte del plan.

Porque tal vez, por primera vez en mi vida, no tengo el control.

ELA

El amanecer llega más rápido de lo que esperaba. No recuerdo haber dormido más de una hora seguida. Mis pensamientos me sacudieron toda la noche, como si quisieran prepararme para lo inevitable.

Hoy me caso con el príncipe de Galia.

Hoy dejaré de ser Ela de Ravenglen para convertirme en la esposa de Frederick Anthonys.

La doncella entra antes de que pueda levantarme por mi cuenta.

—El agua para el baño está lista, mi lady. La institutriz y las damas de honor estarán con usted en breve.

Me esfuerzo por mantener la calma, aunque mis manos tiemblan un poco cuando tocan el borde de la bañera. El agua está cálida, perfumada con pétalos de jazmín y lavanda. Todo huele a lujo, a cuidado… a algo que no me pertenece del todo.

Mientras me bañan, peinan y preparan, no hablo. Las damas murmuran entre ellas, pero yo solo escucho el latido de mi corazón. Late tan fuerte que podría llenar el salón entero.

Lady Wren aparece justo antes de que me vistan.

—Estás pálida —dice sin juicio—. Pero eso no es necesariamente malo. Una novia debe parecer frágil. Delicada.

—¿Y si no lo soy?

Ella sonríe apenas.

—Entonces asegúrate de que lo crean.

El vestido cuelga como una nube blanca y suave. No hay perlas, ni bordados pesados. Solo un velo ligero, un lazo azul en la cintura y una tela que se mueve como agua.

Cuando me miran en el espejo, casi no me reconozco.

Pareciera que alguien más se casará hoy.

Pero no. Soy yo.

Una campesina. Una hija. Una joven obligada a convertirse en algo que no eligió ser.

Y sin embargo… aquí estoy.

Las campanas suenan a lo lejos. El sonido me atraviesa, sacándome del trance. Las damas me acomodan el velo. Una de ellas me ofrece una flor para sostener entre las manos. Blanca. Pura.

Un símbolo irónico para alguien que va directo a una jaula dorada.

Los corredores del palacio están adornados con flores y telas de seda. No hay nadie en el camino hacia el salón principal. Solo Elric, el mozo de cocina, me hace una pequeña reverencia desde lejos cuando paso. Su sonrisa, discreta, me sostiene por un instante.

Las puertas del salón se abren.

Y todo el aire me abandona el pecho.

La luz entra como una ráfaga. La música comienza.

Y al fondo del pasillo… él.

El príncipe.

Frederick.

Erguido, impecable, con la mirada clavada al frente. Ni un gesto. Ni una emoción. Es como si yo no importara en absoluto. Como si fuera una parte más del escenario.

Mis pasos son firmes. Lentamente cruzo el pasillo, cada mirada clavándose en mí como agujas. No bajo la cabeza. No tiemblan mis piernas. No muestro debilidad.

Mi corazón late con fuerza.

Pero mi rostro es serenidad.

Al llegar a su lado, no me atrevo a mirarlo. No le doy ese poder. No todavía.

El sacerdote comienza a hablar.

Y yo solo pienso en una cosa:

Que este sea el comienzo o el final… lo enfrentaré con dignidad.




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