EL VOTO IMPUESTO
FREDERICK
La veo acercarse, envuelta en blanco, caminando hacia mí como si no le pesaran las miradas ni el juicio de cada noble reunido en esta sala. Su andar no es vacilante. No hay lágrimas ni falsa modestia. Hay firmeza. Elegancia sencilla.
Y eso… me irrita.
Porque no se supone que se vea así.
Porque no se supone que sea así.
Cuando se detiene a mi lado, su perfume me alcanza. Es sutil. Flores y tierra húmeda. Casi puedo imaginarla en medio de un campo, no aquí, bajo candelabros y mármol.
No me mira.
Y eso es otra provocación.
El sacerdote comienza a hablar, entonando palabras vacías sobre unión, deber, destino y fidelidad. Palabras que todos escuchan, pero que muy pocos creen.
ELA
Siento su presencia al lado, como una sombra con forma de príncipe. No se mueve. No respira hondo. No me mira. No me reconoce.
Pero me odia.
Lo sé. Lo siento en el modo en que sus hombros están tensos. En cómo su quijada se contrae con cada palabra del sacerdote.
“Esta unión, ordenada por la corona, se convertirá en símbolo de fortaleza para el Reino de Galia…”
Unión. Ordenada. Palabras que me trago como piedras.
Sé que todos los presentes creen que estoy aquí por ambición. Que no merezco este lugar. Que soy una impostora con un vestido blanco.
Y, aun así, me mantengo firme.
No les regalaré mi vergüenza.
FREDERICK
Cuando el sacerdote me pide extender la mano, lo hago. El guante de cuero que llevo ha sido retirado. Mi piel toca la suya. Es cálida. Humana.
No tiembla.
No intenta retirarse.
Y eso me fastidia.
Ella tendría que estar temblando.
Tendría que estar rogando.
Pero no. Me ofrece su mano como si no tuviera miedo del monstruo que la espera al otro lado del “sí, acepto”.
ELA
Su tacto es frío, pero no helado. Su palma es firme, pero no cruel. No sé si aprieta por dominio o porque algo dentro de él también está temblando.
Cuando el sacerdote pronuncia las frases del juramento, mi voz no tiembla.
—Sí, acepto.
Una parte de mí se quiebra por dentro. Pero no lo dejo ver. Porque aunque no haya amor, al menos tendré dignidad.
FREDERICK
Cuando llega mi turno, me tardo un segundo más del necesario. Lo suficiente para que algunos nobles se incomoden.
Ella no me mira.
Y yo tampoco a ella.
Pero mi voz suena clara, casi desafiante.
—Sí, acepto.
Mentira.
Promesa rota desde el inicio.
Pero pronunciada con la solemnidad que mi padre espera.
ELA
El anillo pesa. No por el oro, sino por lo que simboliza. Lo desliza en mi dedo sin mirarme, sin detenerse. Casi con prisa, como si quisiera terminar cuanto antes.
Yo hago lo mismo.
Ambos fingimos que esto no es una guerra.
FREDERICK
El sacerdote levanta las manos, anuncia la bendición, y las trompetas resuenan. Todos aplauden, aunque más por cortesía que por emoción. El murmullo de los nobles crece.
La princesa campesina y el príncipe rebelde.
Qué buena historia para la corte.
Cuando el sacerdote dice que puedo besar a la novia, no me muevo de inmediato.
Giro el rostro y por primera vez en toda la ceremonia, la miro directamente.
Ella alza la vista, como si me estuviera esperando.
No hay miedo.
No hay súplica.
Solo una maldita serenidad.
Me inclino apenas, lo suficiente para que mis labios rocen su mejilla.
Un gesto educado. Frío. Político.
Nada más.
Y sin embargo, cuando me separo de ella, mi corazón late con un ritmo que no reconozco.
ELA
No esperaba otra cosa.
Un beso falso.
Una victoria de hielo.
Pero cuando nuestros ojos se cruzan, algo se tuerce en mi interior.
Porque por un instante, juro que vi en él algo más que desprecio.
Vi… duda.
Y eso es más peligroso que su odio.
#639 en Otros
#145 en Novela histórica
#1976 en Novela romántica
#692 en Chick lit
Editado: 27.06.2025