Elantris. Edición X Aniversario y definitiva del autor

Capítulo 4


La mujer gritó hasta agotarse, pidiendo ayuda, suplicando piedad, llamando a Domi. Arañó la ancha puerta dejando marcas de uñas en la película de mugre. Al cabo de un rato, se desplomó en un silencioso montón, temblando con sollozos ocasionales. Ver su agonía le recordó a Raoden su propio dolor: el agudo aguijonazo de su dedo del pie, la pérdida de su vida exterior.
—No esperarán mucho más —susurró Galladon, la mano firme sobre el hombro de Raoden, conteniendo al príncipe.
La mujer finalmente se puso en pie, tambaleándose, aturdida, como si hubiera olvidado dónde se encontraba. Dio un único e inseguro paso a la izquierda, la mano apoyada en la muralla, como si eso fuera un consuelo, una conexión con el mundo exterior, en vez de la barrera que la separaba de él.
—Se acabó —dijo Galladon.
—¿Así de fácil? —preguntó Raoden. Galladon asintió.
—Ella ha elegido bien… o al menos lo mejor que se puede elegir. Observa.
En un callejón situado directamente al otro lado del patio se agitaron unas sombras; Raoden y Galladon estaban observando desde el interior de un desvencijado edificio de piedra, uno de los muchos que flanqueaban la entrada al patio de Elantris. Las sombras se convirtieron en un grupo de hombres que se acercaron a la mujer con paso decidido y controlado, hasta rodearla. Uno tendió la mano y se apoderó de su cesta de ofrendas. A la mujer no le quedaban fuerzas para resistirse; simplemente, volvió a desplomarse. Raoden sintió los dedos de Galladon clavarse en su hombro cuando involuntariamente tiró hacia delante con intención de enfrentarse a los ladrones.
—No es una buena idea. ¿Kolo? —susurró Galladon—. Guarda tu valor para ti mismo. Si torcerte un dedo estuvo a punto de dejarte fuera de combate, piensa cómo será uno de esos garrotes golpeando tu valiente cabecita.
Raoden asintió, relajándose. Habían robado a la mujer, pero no parecía que corriera ningún otro peligro. Dolía, sin embargo, mirarla. No era una joven doncella: tenía la recia figura de una mujer acostumbrada a parir hijos y a llevar adelante una casa. Una madre, no una damisela. Las profundas arrugas de su rostro hablaban de sabiduría ganada duramente y de valor, y de algún modo eso hacía que mirarla fuera más difícil. Si una mujer así podía ser derrotada por Elantris, ¿qué esperanza había para Raoden?
—Te he dicho que había elegido bien —continuó Galladon—. Puede que tenga un poco menos de comida, pero no tiene ninguna herida. Ahora bien, si se hubiera vuelto a la derecha (como hiciste tú, sule), habría quedado a la dudosa merced de los hombres de Shaor. Si hubiera seguido adelante, entonces Aanden habría tenido derecho a sus ofrendas. El giro a la izquierda es decididamente mejor: los hombres de Karata se quedan con tu comida, pero rara vez te hacen daño. Es mejor tener hambre que pasarte los próximos años con un brazo roto.
—¿Los próximos años? —preguntó Raoden, volviéndose para mirar a su alto y oscuro compañero—. ¿No habías dicho que nuestras heridas durarían una eternidad?
—Solo lo suponemos, sule. Muéstrame un elantrino que haya conseguido no volverse loco hasta el fin de la eternidad, y tal vez pueda demostrar la teoría.
—¿Cuánto suele durar aquí la gente?
—Un año, tal vez dos.
—¿Qué?
—¿Creías que éramos inmortales? ¿Que porque no envejecemos duraremos para siempre?
—No sé —dijo Raoden—. Dijiste que no podíamos morir, ¿no?
—No podemos —respondió Galladon—. Pero los cortes, las magulladuras, los dedos torcidos… se acumulan. Solo se puede soportar hasta cierto punto.
—¿Se suicidan? —preguntó Raoden en voz baja.
—Esa no es una opción. No, la mayoría se quedan tirados, murmurando o gritando. Pobres rulos.
—¿Cuánto tiempo llevas tú aquí, entonces?
—Unos pocos meses.
Eso fue otra impresión más que añadir a un montón ya bastante inestable. Raoden había supuesto que Galladon llevaba en Elantris unos cuantos años. El dula hablaba de la vida en aquel lugar como si hubiera sido su hogar durante décadas y fuera impresionantemente diestro en navegar por la enorme ciudad.
Raoden miró hacia el patio, pero la mujer se había ido ya. Podría haber sido una de las criadas del palacio de su padre, la esposa de un rico mercader o una simple ama de casa. La Shaod no respetaba las clases: de todas tomaba por igual. Ella se había marchado tras entrar en el pozo abierto que era Elantris. Él debería haber podido ayudarla.
—Y todo por una simple hogaza de pan y unas cuantas hortalizas mustias —murmuró Raoden.
—Puede que no te parezca mucho ahora, pero espera unos cuantos días y verás. La única comida que entra en este lugar es en los brazos de los recién llegados. Espera, sule. Sentirás también el deseo. Hay que ser fuerte cuando llama el hambre.
—Tú lo haces.
—No muy bien… y solo llevo aquí unos meses. No sé qué me impulsará a hacer el hambre dentro de un año.
Raoden hizo una mueca.
—Espera a que pasen mis treinta días antes de convertirte en una bestia primitiva, por favor. Odiaría pensar que no valgo mi precio en carne.
Galladon guardó silencio un instante, luego se echó a reír.
—¿No te asusta nada, sule?
—La verdad es que todo lo que hay aquí me asusta… pero soy bueno ignorando el hecho de que estoy aterrorizado. Si alguna vez me doy cuenta de lo asustado que estoy, probablemente me encontrarás intentando esconderme debajo de aquellas piedras del empedrado. Ahora, cuéntame más sobre esas bandas.
Galladon se encogió de hombros, se apartó de la puerta rota y tomó una silla rota. Estudió sus patas y luego, cuidadosamente, se sentó. Se levantó justo a tiempo cuando las patas crujieron. Arrojó la silla con disgusto y se sentó en el suelo.
—Hay tres secciones en Elantris, sule, y tres bandas. La sección del mercado la gobierna Shaor, ya conociste ayer a unos cuantos miembros de su corte, aunque estaban demasiado ocupados lamiendo la mugre de tus ofrendas para presentarse. En la sección del palacio encontrarás a Karata: ella es quien tan amablemente ha librado a esa mujer de su comida hoy. El último es Aanden. Se pasa la mayor parte del tiempo en la zona de la universidad.
—¿Un hombre culto?
—No, un oportunista. Fue el primero en darse cuenta de que muchos de los textos más antiguos de la biblioteca estaban escritos en vitela. Los clásicos de ayer se han convertido en el almuerzo de mañana.
¿Kolo?
—¡Idos Domi! —juró Raoden—. ¡Eso es atroz! Los antiguos pergaminos de Elantris contienen innumerables obras originales. ¡Tienen un precio incalculable!
Galladon le dirigió una mirada resignada.
—Sule, ¿tengo que volver a repetirte mi discurso sobre el hambre?
¿De qué sirve la literatura cuando te duele tanto el estómago que los ojos te lloran?
—Ese argumento es terrible. Unos pergaminos de piel de cordero de hace dos siglos no pueden saber muy bien.
Galladon se encogió de hombros.
—Mejor que la mugre. De todas formas, parece que Aanden se quedó sin pergaminos hace unos meses. Trataron de cocer los libros, pero no les salió muy bien.
—Me sorprende que no hayan intentado cocerse unos a otros.
—Claro que lo han intentado —dijo Galladon—. Por suerte, algo nos pasa durante la Shaod: aparentemente la carne de un muerto no sabe demasiado bien. ¿Kolo? De hecho, es tan terriblemente amarga que nadie puede engullirla.
—Es bueno ver que el canibalismo haya sido descartado de una forma tan lógica como opción.
—Ya te lo he dicho, sule. El hambre obliga a la gente a hacer cosas raras.
—¿Y eso lo justifica todo? —Sabiamente, Galladon no contestó. Raoden continuó—: Hablas de hambre y dolor como si fueran fuerzas irresistibles. Cualquier cosa es aceptable si el hambre te obliga a hacerla. Suprime nuestras comodidades y nos convertimos en animales.
Galladon negó con la cabeza.
—Lo siento, sule, pero así es como funcionan las cosas.
—No tiene por qué ser así.
Diez años no era tiempo suficiente. Incluso a pesar de la densa humedad de Arelon, a la ciudad le hubiese hecho falta más tiempo para deteriorarse tanto. Elantris parecía llevar siglos abandonada. Su madera se pudría, su yeso y sus ladrillos se desintegraban, incluso algunos edificios de piedra empezaban a desmoronarse. Y, cubriéndolo todo, la omnipresente película de mugre marrón.
Raoden se estaba acostumbrando a caminar por el irregular y resbaladizo empedrado. Trataba de mantenerse a salvo de la mugre, pero la tarea resultaba imposible. Toda pared con la que rozaba y todo saliente que agarraba dejaban su marca en él.
Los dos hombres recorrían despacio una calle ancha, mucho más que ninguna de las de Kae. Elantris había sido construida a una escala enorme, y aunque el tamaño resultaba impresionante desde fuera, solo ahora comenzaba Raoden a comprender lo gigantesca que era la ciudad. Galladon y él llevaban horas caminando, y su compañero decía que todavía estaban relativamente lejos de su destino.
Sin embargo, no se apresuraban. Esa era una de las primeras cosas que le había enseñado Galladon: en Elantris, uno se tomaba su tiempo. Todo lo hacía el dula con precisión, con movimientos relajados y cuidadosos. El menor rasguño, no importaba lo poco importante que fuera, se añadía al dolor elantrino. Cuanto más cuidadoso era uno, más vivía sin perder la cordura. Así pues, Raoden seguía a Galladon, tratando de remedar su paso atento. Cada vez que empezaba a parecerle excesiva tanta cautela, le bastaba con mirar una de las numerosas formas que yacían acurrucadas en las aceras y las esquinas para que su determinación regresara.
Los hoed, los llamaba Galladon: aquellos elantrinos que habían sucumbido al dolor. Perdidas sus mentes, sus vidas no eran más que una tortura continua e implacable. Rara vez se movían, aunque algunos tenían suficiente instinto primitivo para permanecer agazapados en las sombras. La mayoría estaban callados, aunque pocos permanecían completamente en silencio. Al pasar, Raoden oía sus murmullos, gemidos y sollozos. La mayoría repetía palabras y frases para sí mismos, un mantra para acompañar al sufrimiento.
—Domi, Domi, Domi…
—Tan hermosa, una vez fue tan hermosa…
—Basta, basta, basta. Haz que pare…
Raoden se obligó a no oír las palabras. Su pecho empezaba a constreñirse como si sufriera con los pobres despojos sin rostro. Si prestaba demasiada atención, se volvería loco antes de que el dolor se lo llevara.
Sin embargo, si dejaba vagar su mente, invariablemente volvía a su vida en el exterior. ¿Continuarían sus amigos sus reuniones clandestinas? ¿Podrían Kiin y Roial mantener unido al grupo? ¿Y qué sería de su mejor amigo, Lukel? Raoden apenas había podido llegar a conocer a la nueva esposa de Lukel; ahora nunca llegaría a conocer a su primer hijo.
Aún peores eran los pensamientos sobre su propio matrimonio. Nunca había conocido a la mujer con la que iba a casarse, aunque había hablado con ella a través del seon en muchas ocasiones. ¿Era en verdad tan lista e interesante como parecía? Nunca lo sabría. Iadon probablemente había ocultado la transformación de Raoden y fingido que su hijo había muerto. Sarene nunca llegaría a Arelon: en cuanto se enterara de la noticia, se quedaría en Teod y buscaría otro marido.
«Si al menos hubiera podido verla una sola vez». Pero esos pensamientos eran inútiles. Ya era un elantrino más.
Así que se concentró en la ciudad. Resultaba difícil creer que Elantris hubiera sido alguna vez la ciudad más hermosa de Opelon; probablemente del mundo. La mugre era todo lo que veía, la podredumbre y la erosión. Sin embargo, bajo la suciedad se hallaban los restos de la antigua grandeza de Elantris. Una torre, lo que quedaba de un delicado bajorrelieve, grandes capillas y enormes mansiones, arcos y columnas. Diez años antes esa ciudad había resplandecido con su propio brillo místico, una ciudad de puro blanco y dorado.
Nadie sabía qué había causado el Reod. Había quienes tenían la teoría (la mayoría, sacerdotes derethi) de que la caída de Elantris había sido causada por Dios. Los elantrinos anteriores al Reod habían vivido como dioses ellos mismos, permitiendo otras religiones en Arelon, pero sufriéndolas igual que un amo deja que su perro lama la comida caída al suelo. La belleza de Elantris, los poderes que poseían sus habitantes, habían impedido que el común de la población se convirtiera al Shu-Keseg. ¿Por qué buscar una deidad invisible cuando tenías a dioses viviendo ante ti?
Llegó con una tempestad: eso sí lo recordaba Raoden. La tierra se estremeció, una enorme grieta se abrió en el sur y todo Arelon tembló. Con la destrucción, Elantris había perdido toda su gloria. Los elantrinos habían pasado de ser brillantes seres de pelo blanco a criaturas de piel tumefacta y cabeza calva, como si sufrieran una horrible enfermedad, en avanzado estado de deterioro. Elantris había dejado de brillar para volverse oscura.
Y eso había sucedido hacía solo diez años. Diez años no era tiempo suficiente. La piedra no se desintegraba después de solo una década de negligencia. La suciedad no tendría que haberse amontonado tan rápidamente, no con tan pocos habitantes, la mayoría de los cuales estaban incapacitados. Era como si Elantris estuviera empeñada en morir, una ciudad suicida.
—La zona del mercado de Elantris —dijo Galladon—. Este era uno de los mercados más colosales del mundo. Aquí venían mercaderes de todo Opelon para vender sus exóticos artículos a los elantrinos. Aquí también se podían comprar las más lujosas magias elantrinas. No lo daban todo gratis. ¿Kolo?
Se encontraban en el terrado de un edificio: al parecer, algunos elantrinos preferían los terrados a los tejados a dos aguas o las cúpulas, pues en las azoteas podían sembrarse jardines. Ante ellos se extendía una zona de la ciudad muy parecida al resto de Elantris: oscura y ruinosa. Raoden suponía que sus calles habían estado decoradas con los pintorescos toldos de los vendedores callejeros, pero los únicos restos de aquello eran el ocasional harapo cubierto de mugre.
—¿Podemos acercarnos más? —preguntó Raoden, asomándose al alféizar para contemplar el mercado.
—Puedes hacerlo tú si quieres, sule —respondió Galladon—. Pero yo me quedo aquí. A los hombres de Shaor les gusta cazar gente: probablemente sea uno de los pocos placeres que les quedan.
—Háblame entonces de Shaor. —Galladon se encogió de hombros.
—En un lugar como este, muchos buscan líderes… alguien que los proteja un poco del caos. Como en cualquier sociedad, los que son más fuertes a menudo acaban al mando. Shaor es alguien que encuentra placer en controlar a los demás, y por algún motivo los elantrinos más salvajes y moralmente corruptos encuentran el modo de contactar con él.
—¿Y consigue recibir las ofrendas de un tercio de los recién llegados? —preguntó Raoden.
—Bueno, Shaor se ocupa pocas veces de tales cosas… pero sí, sus seguidores se quedan con un tercio de las ofrendas.
—¿Por qué establecen el compromiso? Si los hombres de Shaor son tan incontrolables como estás dando a entender, ¿qué les convenció para aceptar un acuerdo tan arbitrario?
—Las otras bandas son tan grandes como la de Shaor, sule —explicó Galladon—. En el exterior, la gente tiende a convencerse de su propia inmortalidad. Nosotros somos más realistas. Uno rara vez gana una batalla sin al menos unas cuantas heridas y, aquí, incluso un par de cortes superficiales son más devastadores y más agónicos que una rápida decapitación. Los hombres de Shaor son salvajes, pero no son idiotas del todo. No lucharán a menos que tengan la seguridad de vencer o una recompensa prometedora. ¿Crees que fue tu físico el que impidió que ese hombre te atacara ayer?
—No estaba seguro —admitió Raoden.
—El menor indicio de que pudieras contraatacar es suficiente para espantar a esa gente, sule —dijo Galladon—. Por el placer de torturarte no merece la pena arriesgarse a que les devuelvas el golpe.
Raoden se estremeció de pensarlo.
—Muéstrame dónde viven las otras bandas.
La universidad y el palacio hacían frontera una con el otro. Según Galladon, Karata y Aanden mantenían una tregua inestable, y normalmente había guardias en ambos lados, vigilando. Una vez más, el compañero de Raoden lo llevó al terrado de un edificio al que subieron por un tramo de escaleras que no ofrecía ninguna seguridad.
Sin embargo, después de subirlas (y estar a punto de caer cuando uno de los escalones se hundió bajo su peso), Raoden tuvo que admitir que la vista merecía el esfuerzo. El palacio de Elantris era lo bastante grande para resultar magnífico a pesar del inevitable deterioro. Cinco cúpulas remataban cinco alas, cada una con una torre majestuosa. Solo una de las torres, la del centro, estaba todavía intacta, pero se erguía airosa y era, con diferencia, la estructura más alta que Raoden hubiese visto.
—Se dice que ese es el centro exacto de Elantris —le contó Galladon señalando la torre con un gesto—. Antiguamente se podían subir las escaleras que se enroscan a su alrededor y contemplar desde allí la ciudad entera. Hoy en día, yo no me fiaría. ¿Kolo?
La universidad era grande, pero no tan magnífica: cinco o seis edificios chatos y alargados y muchos espacios despejados, probablemente los antiguos terrenos de los jardines, que habrían sido devorados hasta las raíces hacía tiempo por los hambrientos habitantes de Elantris.
—Karata es a la vez la más dura y la más permisiva de los jefes de bandas —dijo Galladon, contemplando la universidad. Había algo extraño en sus ojos, como si estuviera viendo cosas que Raoden no podía ver. Continuó la descripción con su característico tono, como si su boca no fuera consciente de que su mente estaba enfocada en otra parte.
—No suele aceptar miembros nuevos en su banda, y es enormemente territorial. Los hombres de Shaor podrían perseguirte si entraras en su territorio, pero solo si les apetece. Karata no soporta a ningún intruso. Sin embargo, si dejas a Karata en paz, ella te deja en paz a ti, y rara vez hace daño a los recién llegados cuando se queda con su comida. Ya la has visto: siempre se apodera de la comida personalmente. Tal vez no se fía de sus esbirros.
—Tal vez —dijo Raoden—. ¿Qué más sabes de ella?
—No mucho. Los jefes de los grupos de ladrones violentos no tienden a ser de los que se pasan la tarde charlando.
—¿Y ahora quién se toma las cosas a la ligera? —dijo Raoden con una sonrisa.
—Eres una mala influencia, sule. Se supone que los muertos no son alegres. De todas formas, lo único que puedo decirte de Karata es que no le gusta mucho estar en Elantris.
Raoden frunció el ceño.
—¿Y a quién sí?
—Todos odiamos Elantris, sule, pero pocos tenemos valor para intentar escapar. Han capturado a Karata tres veces ya en Kae… siempre en las inmediaciones del palacio del rey. Una vez más y los sacerdotes la mandarán quemar.
—¿Qué quiere del palacio?
—No ha tenido la amabilidad de explicármelo —respondió Galladon—. La mayoría de la gente piensa que pretende asesinar al rey Iadon.
—¿Al rey? ¿Y qué conseguiría con eso?
—Venganza, saciar su sed de sangre. Muy buenos motivos cuando ya estás condenada. ¿Kolo?
Galladon frunció el ceño. Tal vez vivir con su padre (un paranoico obsesionado con la idea de ser asesinado) lo había inmunizado, pero asesinar al rey no le parecía un objetivo factible.
—¿Qué hay del otro jefe de banda?
—¿Aanden? —preguntó Galladon contemplando la ciudad—. Dice que era un noble antes de que lo desterraran aquí… un barón, creo. Ha intentado establecerse como monarca de Elantris y está increíblemente molesto porque Karata controla el palacio. Celebra cortes, diciendo que dará de comer a aquellos que se unan a él… aunque todo lo que han conseguido hasta ahora son unos cuantos libros cocidos. También hace planes para atacar Kae.
—¿Qué? —preguntó Raoden con sorpresa—. ¿Atacar?
—No lo dice en serio. Pero es buena propaganda. Asegura que tiene un plan para liberar Elantris, y con eso ha conseguido bastantes seguidores. Sin embargo, también es brutal. Karata solo hace daño a la gente que intenta colarse en el palacio. Aanden es famoso por celebrar juicios a capricho. Personalmente, sule, no creo que esté muy cuerdo.
Raoden frunció el ceño. Si este Aanden había sido realmente un barón, lo hubiese conocido. Sin embargo, no le sonaba el nombre. O bien Aanden había mentido sobre su pasado, o había elegido un nombre distinto después de entrar en Elantris.
Raoden estudió la zona situada entre la universidad y el palacio. Algo había llamado su atención, tan mundano que no le hubiese dirigido una segunda mirada de no haber sido el primero que veía en Elantris.
—¿Eso es un pozo? —preguntó, incierto. Galladon asintió.
—El único que hay en la ciudad.
—¿Cómo es posible?
—Servicio de fontanería en casa, sule, cortesía de la magia AonDor. Los pozos no eran necesarios.
—Entonces ¿por qué abrieron ese?
—Creo que lo utilizaban en las ceremonias religiosas. Varias congregaciones elantrinas necesitaban agua acabada de recoger de un río.
—Entonces el río Aredel corre por debajo de la ciudad —dijo Raoden.
—Por supuesto. ¿Por dónde si no? ¿Kolo?
Raoden entornó los ojos, pensativo, pero no dio ninguna explicación. Mientras seguía contemplando la ciudad, vio una pequeña bola de luz que flotaba en una de las calles de abajo. El seon deambulaba sin rumbo, flotando ocasionalmente en círculos. Estaba demasiado lejos para distinguir el aon de su centro.
Galladon advirtió lo que estaba mirando Raoden.
—Un seon —comentó el dula—. No son raros en la ciudad.
—¿Es cierto entonces? —preguntó Raoden. Galladon asintió.
—Cuando el amo de un seon es alcanzado por la Shaod, el seon se vuelve loco. Hay varios flotando por la ciudad. No hablan, solo flotan, sin mente.
Raoden apartó la mirada. Desde que lo habían arrojado a Elantris, había evitado pensar en su propio seon, Ien. Raoden había oído decir lo que les pasaba a los seones cuando sus amos se convertían en elantrinos.
Galladon contempló el cielo.
—Va a llover.
Raoden alzó una ceja hacia el cielo sin nubes.
—Si tú lo dices.
—Fíate de mí. Tendríamos que ponernos a cubierto, a menos que quieras pasarte los próximos días con la ropa mojada. Es difícil encender fuego en Elantris; la madera está demasiado mojada o demasiado podrida para arder.
—¿Adónde debemos ir?
Galladon se encogió de hombros.
—Elige una casa, sule. Es muy posible que no esté habitada. —Habían dormido la noche anterior en una casa abandonada, pero Raoden tuvo una idea.
—¿Dónde vives, Galladon?
—En Duladel —respondió inmediatamente Galladon.
—Me refiero a hoy en día.
Galladon pensó un momento, mirando a Raoden con incertidumbre. Entonces, tras encogerse de hombros, le indicó que lo siguiera por las inestables escaleras.
—Ven.
—¡Libros! —exclamó Raoden, entusiasmado.
—No tendría que haberte traído aquí —murmuró Galladon—. Ahora no me libraré nunca de ti.
Galladon había guiado a Raoden a lo que parecía una bodega vacía pero que había resultado ser algo bastante distinto. El aire era más seco, aunque estaba bajo tierra, y mucho más frío también. Como para revocar sus anteriores reservas sobre el fuego, Galladon había sacado una antorcha de un hueco oculto y la había encendido con un poco de pedernal y acero. Lo que reveló la luz era, en efecto, sorprendente.
Parecía el estudio de un erudito. En las paredes había pintados aones (los místicos caracteres antiguos anteriores al lenguaje aónico), y varios estantes de libros.
—¿Cómo encontraste este lugar? —preguntó Raoden ansiosamente.
—Me tropecé con él —dijo Galladon, encogiéndose de hombros.
—Todos estos libros ¡tal vez contienen el secreto que se esconde tras los aones, Galladon! —dijo Raoden, sacando uno. Estaba un poco mohoso, pero todavía resultaba legible—. ¿Lo has pensado alguna vez?
—¿Los aones?
—La magia de Elantris. Dicen que antes del Reod, los elantrinos podían crear hechizos poderosos solo dibujando aones.
—Ah, ¿te refieres a esto? —preguntó el hombretón de piel oscura, alzando la mano. Dibujó un símbolo en el aire, AonDeo, y su dedo dejó una brillante línea blanca detrás.
Raoden se quedó boquiabierto y el libro se le cayó de las manos. Los aones. Históricamente, solo los elantrinos habían podido convocar el poder oculto en ellos. Ese poder se suponía desaparecido; se decía que se había perdido con la caída de Elantris.
Galladon le sonrió a través del brillante símbolo que flotaba en el aire entre ambos.



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En el texto hay: fantasia, accion, magia

Editado: 15.09.2022

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