La luna llena colgaba como un farol de plata en el cielo despejado, proyectando sombras alargadas entre los árboles del Bosque Umbrío. El aire estaba impregnado de una tensión eléctrica, un preludio de los eventos que estaban a punto de desarrollarse. Elara tiró del borde de su capa, ocultando su cabello rojo fuego que, en noches como esa, parecía brillar como una antorcha bajo la luz lunar. Era la más joven de las brujas del Círculo de la Medianoche, y su presencia en el ritual de esa noche era un acto de desafío que casi había costado su lugar en la orden.
"Recuerda, Elara," le había advertido la Alta Sacerdotisa en voz baja, "este ritual no es un juego. La magia que invocamos es peligrosa y prohibida, pero necesaria para protegernos de los cazadores. Si haces algo fuera de lugar, las consecuencias serán tuyas."
Elara apretó los labios al recordar esas palabras, tratando de concentrarse en la ceremonia. Las otras brujas, vestidas con túnicas negras bordadas con runas, formaban un círculo perfecto alrededor de un fuego que danzaba con llamas azuladas. El suelo estaba cubierto de símbolos grabados con tiza y sangre de cuervo, y el aire vibraba con un murmullo constante de voces que entonaban un cántico ancestral.
Sin embargo, incluso mientras intentaba unirse al coro, Elara no podía ignorar la sensación de inquietud que le revolvía el estómago. Algo no estaba bien. No sabía si era su propia inseguridad o si el bosque, con sus crujidos y susurros, intentaba advertirles de algo.
De repente, un ruido desgarró la calma de la noche: un aullido largo, profundo y desgarrador que hizo que las llamas titilaran y las brujas se quedaran en silencio. Todas intercambiaron miradas tensas.
—Un hombre lobo —susurró una de las brujas, apretando su bastón de madera encantada.
Elara sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Había oído hablar de los hombres lobo, claro, pero nunca había visto uno en persona. Para las brujas, esas criaturas eran salvajes, peligrosas y, sobre todo, impredecibles.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, el crujido de ramas y hojas se hizo más fuerte. Desde la espesura emergió una figura tambaleante, cubierta de sangre y jadeando de dolor. Era un hombre joven, aunque su rostro estaba desfigurado por garras y su cuerpo parecía demasiado grande y musculoso para ser humano. Sus ojos, de un amarillo brillante, escanearon el claro antes de que sus piernas fallaran y se desplomara en el suelo.
—¡Es uno de ellos! —gritó una de las brujas, alzando las manos para conjurar un hechizo ofensivo.
—¡Esperen! —exclamó Elara, moviéndose instintivamente hacia él.
—¡No te acerques! —la Alta Sacerdotisa la sujetó del brazo, pero Elara se liberó con un tirón.
—Está herido —argumentó. Sus ojos se posaron en el extraño, quien, a pesar de su estado, alzó la cabeza y gruñó con un toque de desafío. Había algo en su mirada que la detuvo por un momento: no era el ojo vacío de una bestia, sino una chispa de humanidad, de orgullo.
—¿Quién eres? —preguntó Elara, arrodillándose junto a él.
El hombre intentó hablar, pero lo único que salió fue un gruñido ronco. De cerca, Elara pudo ver que tenía una herida profunda en el costado, como si algo lo hubiera atravesado. Una flecha, quizás.
—Si no hacemos algo, morirá —dijo Elara, mirando al círculo de brujas que las observaban con el ceño fruncido.
—Es un hombre lobo. No es asunto nuestro si muere —replicó la Alta Sacerdotisa, cruzándose de brazos.
Elara apretó los dientes. No podía explicar por qué, pero algo dentro de ella le decía que no podía dejarlo allí.
—Entonces no será asunto de ustedes. Será mío.
Antes de que alguien pudiera detenerla, Elara extendió la mano y murmuró un hechizo curativo. Una luz cálida emergió de su palma y comenzó a cerrar la herida del hombre lobo, aunque no del todo. Aún debilitado, él la miró con desconfianza, pero no se apartó.
—¿Por qué…? —murmuró finalmente, su voz ronca y rota.
—Porque todos merecen una segunda oportunidad —respondió Elara sin apartar la mirada.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de tensión. Las brujas se retiraron al ver que el extraño no representaba una amenaza inmediata, pero no dejaron de lanzar miradas furiosas hacia Elara.
—Has cometido un grave error, niña —sentenció la Alta Sacerdotisa antes de dar media vuelta.
Cuando el claro quedó en calma, Elara ayudó al hombre lobo a levantarse, aunque apenas podía mantenerse en pie.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
Él la miró, con una mezcla de desconfianza y curiosidad.
—Caelum —respondió al fin, antes de desplomarse nuevamente en sus brazos.
Elara suspiró, mirando al cielo nocturno y preguntándose en qué lío acababa de meterse. Sin saberlo, había sellado su destino y el de toda su orden, dando inicio a una historia que cambiaría el equilibrio del mundo mágico para siempre.