Elección Fatal

Capitulo 1

La plaza respiraba a júbilo. Miles de voces se confundían en un solo latido que subía y bajaba con la música de la banda y el estruendo de los fuegos artificiales. Confeti en colores oficiales caía sobre la multitud como lluvia lenta; banderas ondeaban en manos enrojecidas por la emoción. En el escenario, Mauricio Gálvez habló con la cadencia ensayada de quien sabe que esa noche sus palabras quedarán grabadas en la memoria colectiva: promesas de cambio, gestos de humildad, una apelación a la unidad que era al mismo tiempo mandato y truco político. Al final, levantó la copa y brindó; las cámaras captaron el brillo del champán y en todo el país, millones de hogares vieron, oyeron y aplaudieron.

Pero los lugares donde se toman las decisiones tienen siempre cámaras que ven lo que el resto no. Detrás del telón de la plaza, en el Palacio de Gobierno, la celebración llevaba horas con otros tonos: copas atendidas por mayordomos, sonrisas que no llegaban a los ojos, soldados en la penumbra y periodistas en gavetas que esperaban la nota exclusiva. En el despacho principal, puertas cerradas mantenían a raya el ruido. Las pantallas seguían emitiendo el evento en directo, pero la sala donde Mauricio había dado su discurso tenía su propia vida, hecha de murmullos bajos y miradas que pesaban.

El reloj sobre la chimenea marcó las tres de la mañana cuando un sonido seco rasgó la fiesta —al principio nadie supo qué era—: un disparo, corto y sin eco. La sensación fue la de una ficha que se había soltado de un mecanismo perfecto. Los asistentes lo atribuyeron a un petardo tardío; otros no miraron. Dos minutos después, el jefe de seguridad, un hombre de manos anchas llamado León Ortega, irrumpió en el despacho principal con la cara del que ha visto una anomalía que no se resigna a ser explicación. La puerta golpeó con violencia. Uno a uno, los que estaban en el umbral se adelantaron.

—¡Mauricio! —gritó León sin esperar respuesta—. ¡Señor presidente!

Había vasos volcados sobre un lado del escritorio, una silla partida y la botella de champán a medio consumir. La cámara interna que normalmente mostraba el ángulo frontal de la sala estaba apuntando al techo. Un técnico había corrido a apagarla, según alguien dijo en voz baja. León se acercó al escritorio y, con la luz de su teléfono, recorrió la superficie hasta que su mirada quedó fija donde no debía.

Mauricio Gálvez estaba tendido sobre el tablero, la corbata desanudada, varias manchas oscuras en el pecho. Respiraba con dificultad o no respiraba; no era evidente. Un rumor nació y se multiplicó como fuego en pasto seco. Alguien dejó caer la copa que llevaba y el sonido, agudo, hizo que todos se volvieran en un espejo de sorpresa.

En menos de diez minutos el despacho se llenó de gente oficial: el jefe de gabinete, una secretaria que no podía ocultar las lágrimas, el ministro de Defensa con el rostro lavado de color, y la fiscalía general que llegó con la prisa fría de quien sabe que cada segundo es prueba que se evapora. Los teléfonos no dejaban de vibrar; las notificaciones comenzaron a rotar por las redes. La transmisión pública cortó a un plano vacío: la plaza en silencio, la tarima con el micrófono apagado, el confeti abandonado como testigo.

La detective Maura Silva no estaba en el Palacio cuando el disparo reverberó. Dormía en su pequeño departamento, con la luz de la lámpara del vestíbulo encendida, pensando en expedientes que no habían avanzado y en un café que nunca encontraba tiempo para beber. Su teléfono sonó con insistencia. Al contestar oyó la voz del comisario Pérez en el otro extremo, áspera y precisa.

—Maura, es la central. Necesitamos que vengas al Palacio ahora. Presidente Gálvez. Disparo. Tú te encargarás del caso–

El tono de Pérez no admitía preguntas. Maura se vistió con la urgencia de quien no quiere que la sorpresa la alcance desprevenida: botas, abrigo, la identificación colgando dentro de la cartera. En el auto policial, el tránsito era un río de luces que partía la noche. Mientras el vehículo avanzaba, Maura repasó mentalmente datos que conocía de la víctima: edad, campaña, familia, enemigos. Sabía, además, que asumir el caso significaba entrar en un terreno minado por intereses, por cámaras y por la inmediatez de la opinión pública.

Al llegar, el despliegue era mayor al que imaginaba: cintas amarillas, peritos, periodistas agrupados como aves; un cordón policial hermético. Del otro lado, personal del Palacio cruzaba palabras incomprensibles. Al verla, el comisario Pérez la recibió con una mezcla de alivio y cansancio.

—Gracias por venir, Maura. Esto... esto es delicado. La fiscal general ya está adentro. El servicio de prensa ha pedido que no se filtre nada —dijo Pérez—. Te paso los primeros informes en el coche.

Entraron por una puerta lateral. El ambiente dentro del Palacio era opresivo: alfombras que amortiguaban el paso, obras de arte que miraban con indiferencia. En el despacho, todo tenía la intensidad de lo definitivo. La detective se acercó con cuidado, notando el olor metálico que no siempre falla en escenas donde la sangre está presente. No había gritos ahora; había un silencio enorme que exigía respeto.

La fiscal general, Carolina Vargas, la esperaba junto al escritorio. Al verla, extendió la mano.

—Maura. Lamento esto. La presión va a ser insoportable. El país está mirando.

—Lo sé —contestó Maura—. ¿Qué tenemos hasta ahora?

Carolina exhaló.

—Dos impactos. Dos orificios en la zona del pecho. No hay arma sobre la mesa ni cerca. Algunas cámaras internas están apagadas o fueron manipuladas. Leon —el jefe de seguridad— la encontró así. El servicio médico declaró la muerte a las 3:07. El equipo forense está trabajando pero quiero que seas tú la que lidere la investigación preliminar. No quiero presiones políticas metiendo las manos.

Maura miró el cuerpo con profesionalidad. Había estudiado en la universidad los patrones de bala, las trayectorias, las posibilidades. Un dato la asaltó de inmediato: dos disparos en el pecho no eran el acto típico de un suicidio. No con la corbata todavía colgando y un escenario público que, si se trataba de un suicidio, hubiese tenido un manifiesto o alguna nota; nada de eso asomaba. Sin embargo, la apariencia puede engañar. A veces la escena se arma para que parezca una cosa y sea otra.



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En el texto hay: misterio, crimen, detective

Editado: 08.09.2025

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