Elección Fatal

Capitulo 7

Maura pidió verlo todo: la firma, el sello, y, sin hacerlo tarde, una reunión con René.

Lo encontró en su despacho, con las manos cruzadas y la mirada afilada. El brillo de la tarde entraba en ángulos correctos por la persiana.

—Detective —dijo, sin levantarse—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Quiero que me explique por qué su oficina autorizó la apertura del despacho a las 22:06 —replicó ella—. Y necesito que me diga quién pidió la apertura verbalmente.

René se permitió una sonrisa controlada.

—Problema de protocolo —dijo—. Mauricio tenía llamadas urgentes. Pedí a seguridad que se le facilitara el trabajo. No me vea con ojos de conspiración. Si yo pedí una apertura, fue para evitar demoras. Estoy tan impactado como todos.

—¿Usted estuvo esa noche en el palacio a esa hora? —indagó Maura.

—No. Estaba fuera, en un compromiso institucional. Tengo testigos —respondió con la calma de quien ha previsto la pregunta—. Pero no tengo problema en facilitar los registros. Quiero justicia tanto como usted.

La frase fue un barniz. Maura sintió la suavidad reaparecer.

—¿Quién pidió la apertura? —insistió.

—Fue mi asistente —dijo René—. Pero ese trámite lo puedo atestiguar en escritos. No veo cómo eso aporta a la causa. Fue una decisión de urgencia administrativa.

Maura no encontró en sus palabras la contundencia que necesitaba, solo la rutina de la política que barre huellas cuando conviene.

Decidida a avanzar por otro flanco, llamó a Ágata a declarar de nuevo. La joven llegó con las manos temblando, el perfil biselado por la exposición pública que ya la había convertido en centro de rumores. Cuando Maura mencionó la fibra roja —la pequeña hebra hallada en la escena— Ágata palideció.

—La sastrería usaba ese hilo —dijo Maura—. Usted tiene acceso al vestidor. La chaqueta que trajo anoche tenía el mismo hilo en el forro.

Ágata tragó saliva.

—Yo... yo no maté a Mauricio —balbuceó—. Solo iba detrás de lo que me pedían. Yo llevaba... documentos a veces. Papeles para que firmara. No sé por qué... no sé por qué habría una llamada a esa hora.

—¿Qué tipo de documentos? —preguntó Maura.

—Contratos. Nominaciones de personal. A veces facturas —contestó la joven—. No los firmaba yo. Solo los llevaba. Y esa noche... esa noche le dejé una carpeta. La dejé en el borde del escritorio y me fui. No entré al despacho. No vi a nadie dentro.

Maura observó sus manos. Allí reaparecía la inseguridad, la costumbre de quien hace favores por miedo y no por convicción.

—Verónica dijo que vio a alguien abrazándolo —dijo la detective—. ¿Usted lo abrazó?

Ágata negó con la cabeza. Su voz sonó más seca.

—No. Yo salí antes de eso.

Maura mostró una foto: una etiqueta interior de la chaqueta que estaba en custodia. La foto era nítida; en la costura, la hebra roja asomaba como una miga de pan.

—¿Reconoce esta costura? —preguntó.

Ágata la miró, la boca se abrió como para decir algo que no pudo. Finalmente murmuró:

—La sastrería la hace. Firmamos un control de prendas cada mañana. Si quieren, pueden hablar con Héctor, el jefe de taller. Él anota quién usa qué.

Maura pidió hablar con Héctor. El tallador fue contundente: la cantidad de prendas con el hilo era pequeña, y las que lo tenían eran usadas casi exclusivamente por personal del equipo de campaña y por alguien de la oficina de protocolo. Además, mencionó que la noche previa hubo una corrección sobre una chaqueta que necesitó una puntada en la manga —la misma que podía desprender la hebra que hallaron. Héctor aseguró que la prenda fue llevada por la asistente del Secretario General.

La pieza encajaba con el otro dato: la firma en el registro de apertura remitía a la oficina de René. No confirmaba culpabilidades, pero estrechaba círculos.

Mientras tanto, la informática le trajo otra sorpresa: el técnico que podía manipular cámaras, un tal Fabián Gutiérrez, había pedido permiso de emergencia esa noche a las 21:45. El permiso, firmado en papel, dice: "Asunto personal — autorización concedida". No hay registro digital de salida. Su teléfono móvil no contestaba. Su último acceso a la red interna fue a las 21:50. Después, silencio.

Maura pidió a su gente que fueran a la casa de Fabián. Allí encontró la puerta cerrada con seguro, la terraza con plantas marchitas y el coche en la cochera. Nadie contestó al timbre. La vecina, una señora que barre cada mañana el pasillo, dijo:

—Lo vi irse hacia la noche, apurado, con una bolsa. Parecía preocupado. Dijo algo de un familiar. No me pareció normal.

El celular de Fabián aparecía como apagado. Para Maura aquello no era azar; las coincidencias eran la forma en que mentiras nuevas se construyen encima de las antiguas.

De vuelta en la comisaría, con el expediente desparramado sobre la mesa, Maura trazó una línea en su libreta: 21:50 — Fabián conectado. 22:03 — llamada saliente. 22:06 — apertura con llave maestra. 22:10 — llamada entrante. 22:14 — apagón de cámaras y disparos. 22:14:30 — silencio.

La pauta marcaba a alguien que sabía manipular tiempos y espacios. Alguien que conocía los procedimientos. Y, lo más incómodo: alguien con la capacidad de pedir una apertura de despacho sin dejar traza digital, con manos que pueden tocar la tela de una chaqueta para dejar una hebra sin pensar en las consecuencias.

Esa noche, Maura volvió al palacio para una última revisión. Caminó por los pasillos que ya conocía como si fueran un tablero de ajedrez. En la sala de espera del despacho encontró una taza con restos de café, casi invisible en la penumbra. Alambre que no es alambre —sutileza que solo ve la gente que ha pasado horas mirando cosas pequeñas—, una huella casi borrada en la superficie del escritorio, una pequeña marca de perfume que no era de Amanda ni de la secretaria.

Al salir, su teléfono sonó. Era uno de sus subalternos, con la voz acelerada de quien trae malas y buenas noticias a la vez.



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En el texto hay: misterio, crimen, detective

Editado: 30.09.2025

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