El subalterno colgó. Maura se quedó con la sensación de que la red se estrechaba alrededor de ella. Y, sin embargo, faltaba lo más importante: un móvil satisfactorio. Había pistas; demasiadas, quizás; pero ninguna que hincara la verdad hasta el hueso.
Al día siguiente, en la comisaría, Amanda pidió hablar con Maura. Llegó sin pretensiones de vestidos, con la tristeza mostrando los bordes de la política.
—Detective —dijo—. Me duele lo que se dice. Quiero ayudar.
—¿Puede renunciar por un momento a la palabra "ayudar" y decirme la verdad? —replicó Maura—. ¿Quién era la persona que dijo: "No puedes hacerlo"?
Amanda se hundió en un asiento, como si llevara semanas acumulando cada pregunta. Sus ojos estaban secos, la voz quedó como una cuerda tensa.
—Él… —comenzó—. Tenía miedo. Tenía cartas, llamadas. A veces me preguntaba si habíamos tomado malas decisiones. Mauricio me dijo hace días: "Hay alguien que nos exige. Lo mismo de siempre: dinero, favores, quedas a deber y te aprietan". Yo pensé que era extorsión. No creí que pasara a esto.
—¿Sabía quién era "el alguien"? ¿Mencionó nombres?
—Murmuró "L". Lo anoté una vez. Le dije que fuéramos a la policía. Me dijo: "No, Amanda, esto lo arreglo yo". No me quiso decir más.
La inicial "L" reapareció en la esquina de la hoja. Maura la había visto antes, tachada, en el cuaderno del presidente. La papelería de la casa, la voz de Amanda, las sombras de René, el sello en el libro de apertura.
La investigadora volvió a mirar su libreta donde había apuntado: "No confíes en A.S." —las siglas que había leído aquella fatídica noche—. Las había anotado en un arranque de intuición, una advertencia anónima que parecía haber brotado de una mano que conocía la casa. Ahora, con Ágata vinculada por la fibra, con la sastrería y con Héctor confirmando el paso de prendas por la oficina del Secretario, la sigla pesaba distinto.
Maura cerró los ojos un momento. La política, pensó, no perdona: sus enredos cambian seres humanos por mercancía. Los amantes toman decisiones que afectan campañas; las familias encubren escándalos; los secretos se trenzan hasta crear un nudo difícil de soltar.
Antes de irse a casa, pidió a su equipo que hiciera tres cosas: rastrear el número prepago en la casa de empeño, conseguir la visual completa de la cortina de cámaras en la noche del suceso (aunque faltaran ocho minutos, siempre quedan ángulos), y ubicar a Fabián en el tiempo previo al apagón: sus tarjetas de transporte, movimientos con tarjeta de crédito, llamadas que pudieran haber activado un modo de salida.
Era madrugada cuando su teléfono volvió a vibrar. Era uno de los chicos de campo, la voz cortada por la noticia.
—Detective —dijo—. Fueron a la casa de Fabián. La puerta estaba entreabierta. No había nadie. En la mesa del comedor había una nota: "No fui yo". Y en la basura, un casquillo —dijo el chico con voz que intentaba no sonar alarmada—. Un casquillo de un calibre que no apareció en la escena.
Maura sintió el frío correrle por la espalda, no tanto por el casquillo como por la nota: "No fui yo". La ambivalencia de la defensa escondiendo la culpa. Alguien se adelantaba a culpas que quizá no le tocaban. Alguien había decidido que, si las cámaras fallaban, habría que dejar mensajes que confundieran.
Cerró los ojos y dejó que la noche se posara con su zumbido. Tenía ahora: un hilo rojo que podía ubicar a personas; llamadas a números fantasmas; una llave maestra usada con firma de la oficina de René; un técnico que desaparece y deja rastro; una nota que dice "No fui yo". Y, por encima de todo, la inminencia de que si tiraba de alguno de esos hilos, alguien podría tirar del otro.
Antes de apagar la luz, Maura escribió en su libreta una palabra sola y segura: PATTERN —patrón—. Lo que buscaba no era una prueba única, decía para sí. Era una constelación. Y empezaba a verla. Mañana, pensó, empezarían las citaciones. Mañana, las primeras presiones oficiales y los primeros intentos por reconducir la investigación a un cauce que no la incomodara. Mañana —añadió con la misma medida con la que la justicia a veces golpea— tendría que decidir si seguiría incómoda y sola, o si cruzaría la línea que separa la prudencia de la audacia...