La sala de entrevistas estaba fría de fábrica: una mesa alargada, dos sillas incómodas, una cámara en la esquina que nadie miraba cuando hablaban y una luz plana que hacía más honestos los rostros. Maura entró con la carpeta cerrada bajo el brazo y la mirada de quien no entiende la política, solo la verdad. Frente a ella, Ágata se encogió como si el interrogatorio fuera una palabra que doliera.
—Siéntese, Ágata —dijo Maura sin levantar la vista del cuaderno donde ya tenía anotada la hora. Su voz era llana, sin prisa—. Usted ya declaró ante el equipo. Quiero que me lo repita aquí, con calma. Empecemos por la hora: ¿a qué hora dejó el palacio aquella noche?
Ágata tragó saliva. Sus manos jugueteaban con el borde de la falda.
—Yo... —comenzó—. Salí como siempre, a las diez y veinte… Creo que eran las diez y veinte.
—¿Está segura? —insistió Maura—. Hay registros que la ubican entrando al área del despacho a las 21:50.
La joven negó con la cabeza. La noticia era un golpe y una cantera de excusas.
—No... no entré. Solo dejé la carpeta en la puerta. Eso dije la vez pasada —murmuró—. No pensé quedarme. Mauricio tenía mucho que revisar.
Maura dejó pasar unos segundos que parecieron ocupar la sala entera. Consultó la foto de la etiqueta con el hilo rojo, luego miró a la chica como quien ofrece un puente.
—Héctor dijo que la chaqueta había sido llevada para una corrección por la asistente de la oficina del Secretario General —dijo—. Además, hay una hebra roja en la escena que coincide con el hilo de esa sastrería. ¿Puede explicarme por qué su huella aparece en el borde del escritorio según una testigo?
El color abandonó el rostro de Ágata.
—Yo... me quedé. No debía. Pero él se veía mal. Se mareó. Yo entré solo para ordenar los papeles y salir. Eso fue todo. No… no toqué nada que no fuera la carpeta.
—¿Y el abrazo que vio Verónica? —preguntó Maura con suavidad—. Ella vio a alguien abrazándolo en el pasillo, dijo que olía a jazmín.
Ágata cerró los ojos. Cuando los abrió, no sabía si era miedo o culpa lo que brillaba en ellos.
—Lo vi —dijo por fin—. Fue antes de que yo dejara la carpeta... Estaba ahí, en la puerta. Mauricio se apoyó en mí porque se sentía raro. Le tomé la mano, para que no se cayera. Después se recuperó y me fui. No estaba sola con él por mucho tiempo. No entré al despacho.
Maura observó la fisura en la historia: el primer relato, categórico; el segundo, vacilante; el tercero, íntimo. Había algo que la había empujado a mentir primero: la vergüenza, el miedo a un rumor, o la presión de alguien que controla la narrativa.
—¿Quién le dijo que no hablara? —preguntó Maura—. Nadie le prohibió declarar. ¿Tuvo alguna indicación de la oficina del Secretario General para no decir la verdad?
Ágata buscó la respuesta en el conformado silencio de la habitación.
—Me llamaron dos veces —confesó—. La segunda vez, Héctor me dijo que no dijera que había estado. Le dijeron que... que lo mejor era que nadie supiera. Yo no quería problemas. Tengo una familia.
Maura anotó. Era una pieza más del mecanismo: órdenes por escrito o por susurros, la costumbre de preservar la imagen.
—Bien —dijo finalmente—. Su nueva versión la deja en un lugar distinto, Ágata. Si usted sostuvo la mano de Mauricio, hubo contacto físico, y el hilo de su chaqueta puede haberse desprendido en ese momento. Vamos a tomar una muestra de su ropa y de su cabello. No es una acusación. Es procedimiento. ¿Lo entiende?
Ágata asintió, temblando.
Cuando salió, la voz de Maura a la puerta fue apenas un murmullo profesional:
—Si recordó algo más, cualquier cosa, me lo comunica. No hay secretos que sobrevivan a la verdad.
El segundo interrogatorio fue más áspero: Danilo. Apareció con la camisa arrugada, el cabello mal peinado, una barba que le dibujaba melancolía juvenil. Tenía la mirada de quien cree que las lealtades salvan.
—Dígame la verdad de una vez —dijo Maura—. ¿Dónde estuvo la noche del 14?
—Con amigos —contestó él, como quien ofrece una verdad que no necesita demostración—. Fuimos a un bar, después a la casa de un amigo. Volví temprano al departamento, no recuerdo la hora. No salí después de eso.
—¿Quiénes pueden confirmarlo?
La lista de nombres que dio se fue adelgazando con cada llamada que Maura pidió que hiciera su equipo. Dos números no respondieron, otro negó.
Quedaron, al final, dos jóvenes que confirmaron su presencia por un rato, pero ninguno lo vio después de la una. El GPS del teléfono de Danilo marcaba un punto que no coincidía del todo con su relato; además, en una foto recuperada de una de las cuentas del bar apareció su silueta a las 23:55, demasiado cerca de la franja de llamadas clave.
Maura lo dejó sudar. No era la seducción del interrogatorio sino la lógica de los minutos.
—Su coartada es frágil, Danilo —dijo con voz que no buscaba gentilezas—. Si mintió por proteger a alguien, deberá decirlo. Si mintió por miedo, lo entenderé. Pero no toleraré que me lleven a perder tiempo. ¿Hay algo más?
Él cerró los ojos y exhaló.