Elección Fatal

Capítulo 14

La búsqueda física la llevó a la casa de Mauricio. La brigada forense había trabajado en la noche y Maura llegó temprano, con René a su lado, haciendo de contención ante la presión política que ahora olía a linchamiento público. La caja fuerte en el despacho central estaba forzada, el cerrojo había cedido con cuidado profesional. Dentro, folios carbonizados y rastros de un líquido corrosivo que los peritos identificaron como ácido.

—Intentaron borrar el material por medios químicos y térmicos —explicó el técnico forense con guantes azules—. Hay retiradas de tinta por raspado, y quemaduras superficiales que indican exposición a temperatura controlada. Lo más probable es que el material fue parcialmente destruido y descartado, pero un trozo fue preservado y enviado por vía digital.

Maura sostuvo un sobre plástico donde otra perito le entregó una impresión parcial: una hoja donde se distinguían palabras quemadas por el borde, un sello entrecortado y, en una línea casi legible, la palabra “Transferencias”. Al costado, alguien había escrito, con letra apenas distinguible, la inicial “H”.

—Lo que no mata el archivo lo deja en márgenes —dijo René, con un susurro metálico—. La tinta está sufriendo, pero los metadatos no mienten.

Esa misma tarde, Pablo volvió con algo nuevo que había encontrado en un camino lateral de la investigación: la ruta del correo. Del servidor de Mauricio había salido un mensaje con el adjunto parcial hacia una dirección alternativa que él usaba en secreto. El rastro técnico indicaba que el SMTP se había originado desde una IP asignada en forma histórica a líneas públicas: una cabina telefónica de la periferia norte de la ciudad.

—Lo raro —dijo Pablo——es que esa cabina figura como desactivada en los registros municipales desde hace meses. Pero el encabezado muestra que la sesión salió de ahí en la madrugada, y la hora concuerda con el primer intento de envío: un mes antes de las elecciones.

Maura sintió la pared del caso hacerse más estrecha. Si alguien había intentado difundir información antes de tiempo y había fracasado, había querido protegerse o exponer con anticipación. El intento fallido no había sido inocente: había sido un movimiento táctico consciente.

Mandaron a comprobar la cabina. El equipo encontró signos de maniobra: una tapa soldada, el suelo con rastros de barro, y, en la base de cemento, trozos de una tarjeta SIM y un papel con letras borroneadas. Municipalmente, la cabina había sido dada de baja y el expediente de demolición estaba cerrado. Pero una inspección vecinal aportó otra prueba: una cámara de seguridad privada de una tintorería contigua había registrado a un vehículo de mantenimiento entrando y saliendo la noche del intento, con dos personas que cubrieron sus rostros. Uno de ellos llevaba una mochila grande.

De regreso a la unidad, la política apretó sus tuercas. Los partidos de la oposición habían incrementado su retórica: exigían la publicación total del expediente y la creación de una comisión.

En las reuniones de jefatura, los letrados volvieron a hablar de control de comunicación. Maura se plantó; no dejaría que una comisión parlamentaria se transformara en tribunal de linchamiento antes de que la prueba fuera contundente. René le advirtió que esa táctica podía pagarla caro.

Las amenazas se volvieron concretas. Mensajes anónimos llegaban en sobres sin remitente a las casas de colaboradores. A la mujer que cuidaba el archivo le dejaron en la puerta una estampita con la palabra “Quietud”. A Andrés le llamaron a la noche para decirle que “la curiosidad llevaba al precipicio”. Maura entendió que el expediente no era solo un trofeo: era el detonante para quienes se jugaban reputaciones y libertad.

En el laboratorio, el fragmento del adjunto parcial cobró vida. Pablo y un analista de archivos trabajaron una sucesión de reconstrucciones digitales: filtros, interpolaciones, algoritmos que completaban datos con probabilidades. Lo que recuperaron no era el expediente entero, pero bastaba para hacer ruido. Había fechas con patrón sistemático, montos que circulaban en franjas de ochenta mil a ciento veinte mil, y lo más peligroso: coincidencias con pagos que habían sido justificadas en contabilidad como “servicios de consultoría” o “asesorías técnicas”. Junto a esos pagos, una columna mínima en la hoja recuperada mostraba un nombre parcial: “H.L.”, seguido de un número de CUIT recortado.

“H.L.” volvió a sonar en la sala con la resonancia de una sentencia posible. Helenina, Helena, Hugo, Horacio. El abanico se cerraba peligrosamente sobre un apellido que, en el entorno de Mauricio, aparecía en pequeñas notas: una directora de campañas alternativa, un proveedor que había trabajado con la matriz del partido, alguien que podía haber tenido acceso a canales privilegiados.

Maura ordenó otro paso: llamar a Clara Méndez. La periodista había mostrado la noche anterior su disposición a colaborar con información, y Maura necesitaba controlar qué sabía y qué no podía divulgar. El encuentro fue en la misma cafetería de café quemado.

—¿Tienes algo más sobre la cabina? —preguntó Maura.

Clara dejó el móvil sobre la mesa, con el brillo azul de una conversación encriptada detenido en la pantalla.

—Hice preguntas en la zona —dijo Clara—. La gente habla con miedo, pero alguno recuerda a un hombre que vendía seguros y que pasó varias noches por ahí. Nadie lo recuerda bien, pero hay algo: lo que puedo conseguir te lo doy si lo tratas con cuidado. No quiero ser la que incendie a la gente.

Maura asintió. Sabía que la prensa podía ser aliada y depredadora a la vez.

El jueves cerró con un epílogo inquietante. Mientras revisaba sus notas, Maura recibió un paquete sellado en la unidad. Dentro, una copia fotográfica de una de las páginas parcialmente recuperadas, ampliada con tinta roja sobre una palabra apenas legible: “LÍNEA H”. No había remitente. Al dorso, una frase: “No saben todo”. La tinta tenía un olor a tinta nueva y a amenaza.



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En el texto hay: misterio, crimen, detective

Editado: 30.09.2025

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