—No lo quiero escuchar —murmuró—. Pero lo escuché. Una voz masculina, grave, con un modo de hablar que parecía de gente acostumbrada al poder. Me dijo: "Haz lo que te pedí y no te vas a arrepentir. Es por el bien del país". Después colgó. Si no lo hacía, me dijeron que mi viejo iba a sufrir. Yo corté la grabación, borré un segmento y me fui.
La frase “por el bien del país” hizo que la piel de Maura se erizara. No era solo una coartada; era una ideología de justificación. El que había dado la orden no había sentido que transgredía; creía que protegía algo mayor. Eso, para un policía, era peor que el cinismo económico: era la certeza de que podían alinear el crimen con la idea de bien.
Maura pidió que le repitiera la frase. Javier la volvió a decir, intentando reproducir el timbre, el ritmo. Hizo una ligera entonación nasal al pronunciar la palabra "país" y un deje de autoridad que no era militar, sino administrativo, como de quien da órdenes desde la mesa de un despacho. Los técnicos forenses de audio tomaron la frase y la digitalizaron. Braulio y los analistas cruzaron con los audios que tenían: intercepciones, llamadas grabadas en otros expedientes, y una conversación filtrada que habían recuperado del teléfono de un mediano cargo vinculado a Guardia y Protección Norte S.A. Era un montaje provisional, un puñado de coincidencias. Pero había un patrón de cadencia; una misma manera de cortar las frases, una misma inclinación de vocales. No era concluyente, pero era suficiente para pegarles una etiqueta: voz con matices que remitían a la cúpula de la seguridad privada.
—Si la voz es la de alguien de Guardia y Protección Norte —dijo Braulio con gravedad—, estamos hablando de gente con acceso. Si confirmamos que el orden vino de ahí, hay que prepararse para ver presión institucional.
—¿Y si mandaron a alguien a decir las cosas? —preguntó Maura—. Si el que llamó es un intermediario, no es él el autor intelectual.
—Entonces vamos hacia atrás —dijo Braulio—. Metadatos, origen del chip, llamadas previas. Todo lo que tenga que ver con esa línea.
Mientras se organizaba el operativo para proteger a Javier y sacar la led de datos del teléfono que lo había llamado, la oficina de Maura recibió decenas de correos electrónicos con encabezados vacíos; en su casa aparecieron fotos nuevas, recortes más íntimos: la cara de su abuela en una vieja foto, la fachada de su hija. El asedio se movía en olas. Nadie más que ella y su círculo cercano parecían objetivo. Maura entendió que la amenaza no buscaba solo detenerla: buscaba desarticular su vida.
René, que había pasado la noche a su lado, como un centinela que no pedía recompensa, la siguió cuando llegó la madrugada a la Unidad. La plata y los nombres eran fríos, pero su presencia era cálida y persistente. Se sentaron en la sala de planificación, con mapas y faxes clavados en la pared.
—Te trajeron un tipo que se quiso morir de culpa —dijo René, tomándola por la muñeca, un gesto que no tendría que haber tenido lugar en una oficina policial—. Eso nos ayuda. Es una buena apertura.
—Es una pista —corrigió Maura, con la costura de la disciplina visible—. Y una persona para proteger. No uses palabras grandilocuentes. Si la comprometés, perdemos todo.
René la miró con una mezcla de ironía y ternura.
—Siempre tan seria. ¿Nunca te permitís algo que no sea trabajo?
Maura apartó la mirada, cansada.
—No ahora.
Hubo entre ellos un silencio que pesó. René parecía querer decir más; Maura, más práctica, eligió el archivo: el teléfono que ordenó el corte de la grabación había sido comprado en un kiosco a pocas cuadras del hotel, con efectivo. Tenían imágenes de cámaras cercanas que mostraban a un hombre de complexión robusta, gorra, gabardina. No distinguían el rostro. Pero en la mañana, la pericia de los analistas dio resultado: las antenas que tomaron la señal del chip apuntaban, por triangulación, en el sector donde quedaba la oficina central de Guardia y Protección Norte S.A.
—No es una conclusión —dijo Braulio—, pero cada hilo nos acerca.
A media tarde, con Javier en un lugar seguro y un equipo de custodia rotando afuera, Maura recibió una llamada que la dejó con la respiración contenida: uno de los peritos había comparado el timbre de voz reproducido por Javier con un archivo de una grabación vieja, una conversación interceptada en otra causa en la que alguien, con la misma cadencia, decía: "Hay cosas que no se tocan por el bien del país." La coincidencia no era perfecta, pero el arqueo de las consonantes y la entonación coincidían en un 82%. Para la fiscalía eso ya era una pista fuerte.
—¿Y si es suficiente para una orden de allanamiento? —preguntó Maura.
—Lo es para pedir una verificación judicial —respondió Braulio—. Pero no olvides que la Corte de Apelaciones puede fruncir el ceño si no vamos con todo atado. El tipo que maneja esa empresa tiene influencias.
El nombre le llegó a Maura antes de que pudieran anunciarlo: Luis "El Rata" Molina. Un exmilitar convertido en empresario de seguridad, con una trayectoria que mezclaba contratos oficiales y sombras. Aparecía en los papeles que ellos ya habían mirado; aparecía en los recibos que Intercom había remitido. Si Javier reconocía a Molina, la dirección no era nueva, solo más definida.
Maura dejó la oficina y, en la calle, su teléfono vibró con mensajes que no quería ver: uno de ellos era una foto de Javier entrando a un edificio; en la esquina de la imagen se veía la silueta borrosa de un coche. Un segundo mensaje: "No se metan." El pulso de Maura se aceleró. No era una amenaza vacía: era la constatación de que las sombras no se limitaban a un acto aislado; se replicaban.
Esa noche, mientras los autos policiales patrullaban alrededor del safehouse y Javier comía por primera vez un plato completo en tres días, Maura se sentó en el pasillo con los brazos sobre las rodillas y dejó que la fatiga la entrara. René apareció, silencioso, con dos vasos de café.