La mañana en que Ágata fue llevada bajo custodia la televisión atornilló una sonrisa de culpabilidad en los titulares. “Amante despechada”, “crimen pasional”, “justicia rápida”. Los noticieros repitieron la foto de su rostro, la mirada baja, la chaqueta manchada, como si en esa imagen cupiera toda la explicación. La fiscalía publicó el parte oficial: ADN en la servilleta encontrada en el despacho, huellas en la puerta forzada, móvil pasional. La calle aplaudió la sencillez del relato; la narrativa tenía la ventaja de cerrar la herida sin preguntar demasiado.
Maura miró las notas con la misma sensación que dejan las piezas armadas: encaje perfecto, demasiado limpio. No era una corazonada difusa; era conocimiento de cómo se construyen relatos y de cómo los relatos pueden sustituir a la verdad. Llamó a René y le dejó la orden sin concesiones.
—Quiero contraanálisis independiente. Nada de peritos con name tags ligados a la policía. Traé a Linares de la Universidad. Que haga todo: ADN, cronología de deposición, examen químico de residuos. Y que revise huellas. No me traigas conclusiones porque se las escuché a los televidentes; traeme pruebas.
René asintió en voz baja. La oficina vibraba con la tensión de la noticia. Afuera, la ciudad consumía su versión del caso; adentro, Maura se empeñaba en desmontarla.
En el laboratorio, la puerta de vidrio dejaba ver a la Dra. Linares concentrada sobre la servilleta envuelta en papel de prueba. La mujer, cabello recogido, era uno de esos peritos que habían hecho carrera desmontando relatos cómodos.
—¿Qué esperás? —preguntó Maura sin rodeos.
—No espero —respondió Linares con la calma que da la práctica—. Veamos lo que nos dice el material. Pero ya adelanto algo: la sangre de la servilleta no corresponde a la de la víctima. Y hay señales de que fue colocada con posterioridad a una limpieza fuerte.
Las palabras cayeron con el ruido seco de una puerta que se abre. Maura se quedó inmóvil.
—¿Qué quiere decir con “no corresponde”? —pidió.
Linares señaló un gráfico con la huella genética; señalaba diferencias en varios alelos.
—Coincide con ADN de persona con una copia parcial de los marcadores que tiene Mauricio. Es decir: no es él. Y los reactivos para identificar el estado de la sangre muestran baja degradación, lo que indica que la deposición fue posterior a la supuesta hora de muerte. Además, hallamos rastros de agentes limpiadores en la superficie adyacente: cloro y un solvente en cantidades que permiten inferir una limpieza posterior. Alguien limpió y, después de limpiar, puso la servilleta con sangre que no era de la víctima.
—¿Secundary transfer? —preguntó René para sí, pero Maura lo entendió.
—No exactamente —aclaró Linares—. No es un acero accidental de dedos. Es una colocación deliberada. El patrón de las manchas es homogéneo, medido, casi dispuesto para ser leído. Y las huellas en la puerta forzada: hay una parcial borrada y otra que coincide con una mano de mujer, pero la dirección de la fuerza aplicada no corresponde a la de la persona que supuestamente forzó la cerradura. Es como si alguien hubiera querido fabricar un relato de violencia doméstica con datos insertados a posteriori.
Maura imaginó la escena como una operación mecánica: entrada, limpieza, plantación de pruebas. Lo que antes era sospecha se volvía posibilidad concreta.
Lo llevaron a ver a Ágata esa misma tarde. La sala de entrevistas parecía una capilla pequeña; la luz colgaba parca, más inclinada hacia el interrogado que hacia el interrogador. Ágata entró con pasos medidos, rostro inflamado por el sueño, la mirada más dura de lo que la televisión había querido mostrar.
—Sos la única detenida —dijo Maura cuando se sentó frente a ella—. ¿Te explicaron por qué?
Ágata respiró hondo y por un instante pareció discutir consigo misma qué sería mejor: cerrar la boca o abrirla.
—Me dijeron que había pruebas —contestó—. Me mostraron fotos. Me hicieron declarar. Me dijeron que si no aceptaba una versión, le harían daño a mis hijos.
La confesión vino sin histrionismo. Era un bote salvavidas lanzado desde un puente en llamas.
—¿Amenazas? —preguntó Maura, suave, midiendo.
—No con palabras exactas —dijo Ágata—. Llamadas. Fotos. Mensajes con fotos. Una nota que dejaban sobre la mesa cuando venían a pagar el alquiler. “Callate o se enteran tus chicos”. Me exigieron decir que había ido a pelear, que nos habíamos enojado, que me fui y que volví. Me pidieron que firmara una declaración que yo no escribí. Me dijeron que si me negaba, mi madre perdería el trabajo. Yo… no sé si maté a nadie. Solo sé que me obligaron a aceptar un papel.
El relato de coacción cobró peso cuando la defensa presentó pruebas: capturas de pantalla de mensajes al teléfono de Ágata, registros de llamadas desde números temporales, y una grabación corta en la que una voz masculina decía, con voz baja y autoritaria, “hacelo fácil, no arruines a tus hijos”. Los abogados pidieron medidas cautelares: que se verificaran las llamadas y que se investigara quién había presionado a la mujer...