Elección Fatal

Capítulo 25

En la mañana siguiente, un expediente cruzó el escritorio de Maura: los listados de accesos al edificio la noche del crimen. Había entradas que no figuraban en la bitácora oficial, puertas abiertas durante minutos, vehículos que aparecían y desaparecían en el registro de las cámaras de la cuadra. Entre los nombres, uno destacó por su recurrencia: Molina. Molina, la empresa de seguridad privada que había aparecido en los pagos que René había rastreado. La misma empresa que había hecho contratos de consultoría con la familia.

Maura pidió ver las grabaciones a pesar de que Javier, el técnico de cámaras que estaba bajo protección, había dicho que había “limpiado” ciertos cortes. Javier, con la mirada agrietada de quien había pasado noches recibiendo sobres, entró al despacho horas después llevando un balde de confesiones.

—Lo hice porque me pagaron —dijo Javier sin buscar eludir la mirada fiscal—. Me llamaron y me ofrecieron plata para “ordenar” las cosas. Primero me pidieron que borrara partes de una cinta. Después me dijeron que dejara visible algo que incriminara a una mujer y que había que hacer que pareciera pasional. Me advirtieron que si no lo hacía no solo iba a perder el trabajo; me iban a implicar en otra cosa y nadie me protegería.

—¿Quién se lo pidió? —inquirió Maura.

Javier tragó, las palabras le salieron como si fueran piezas que temía soltar.

—Un operador. Un tipo que se hacía llamar “Tito” cuando hablábamos por teléfono. Dijo que trabajaba para Molina pero que no era el dueño; me dijo que todo estaba coordinado por un abogado que atendía al final. Me mandaron sobres. Me mostraron fotos con nombres. No supe todo hasta después. Me pagaban para que las cámaras no mostraran cosas. Me doy cuenta ahora de que en algún momento me pidieron que plantara una servilleta con sangre. Yo… me corté un dedo para eso. No supe qué iban a decir hasta que lo vi.

La confesión tuvo el efecto de una piedra en el agua. Si Javier había colocado material biológico propio, explicaba por qué la sangre de la servilleta no pertenecía a Mauricio. Si la entrega había sido organizada por Molina, la posibilidad de un montaje amplio cobró cuerpo.

Maura volvió a la ficha de pagos. Los movimientos bancarios hablaban en voz baja pero con claridad: transferencias a cuentas pantalla, un pago grande a un abogado extranjero el 6 de abril y una cadena de pequeños pagos a personas sin trayectoria. Uno de esos pagos fue a un número de cédula que, mediante pesquisa, coincidía con un empleado de Molina. Otro fue al “operador” que había desaparecido del mapa después del 22. Las coincidencias empezaban a formar una línea.

Al día siguiente, con un mandato judicial, la fiscalía ordenó la detención temporal de un jefe intermedio de Molina. El hombre, un cuarentón con la cara de quien ha vivido del favor, negó con la seguridad de quienes se saben protegidos.

—¿Usted ordenó manipular la escena? —preguntó Maura, con la carpeta de pruebas sobre la mesa.

—Es absurdo —replicó él—. Somos una empresa de seguridad. No hacemos investigacions. Hacemos custodia. Si alguien aprovechó nuestros medios para algo, no tengo por qué saberlo. ¿Me quiere acusar a mí por lo que hizo un técnico que no depende de mí? Busque al que lo contrató.

—Sus pagos figuran en la consultora X —dijo Maura—. Y uno de sus empleados estuvo en la casa esa noche. ¿Me dirá que usted no sabía quién entraba y salía de los domicilios que custodian?

El hombre apretó la mandíbula. La interrogación quedó colgada: una pieza más en el rompecabezas. Molina negó responsabilidad directa; su abogado argumentó servicios subcontratados y “gestión de crisis”. Otro eufemismo para encubrir manos visibles.

La prensa, que había celebrado la detención de Ágata como cierre, comenzó a mostrar grietas en su relato. Algunos columnistas —menos alegres que antes— hablaron de “posible montaje” y “copas a las que alguien no debe cortar el paso”. En las redes sociales la historia se bifurcó: quienes querían creer la simplicidad la defendían con virulencia; los demás exigían pruebas. La ciudad pasó de la alegría del ajuste a la curiosidad asustada.

Maura obligó a que se revisaran las entradas al edificio con más detalle: no todas las cámaras habían sido manipuladas; había un ángulo que nadie había pensado borrar porque parecía irrelevante: el espejo de una oficina contigua registró, por segundos, la silueta moviéndose en la penumbra. Era un reflejo difuso, una mancha humana que no se distinguía con claridad, pero suficiente para establecer que, la noche del veintidós, alguien con contextura distinta a la de Ágata había estado allí. El peritaje lumínico permitió detectar que la estatura y el ángulo del brazo no coincidían con los que se verían en una mujer de su talla. Pequeños detalles que hablaban de otra mano.

La defensa de Ágata tenía ahora material para sostener la idea de coacción: llamadas anónimas, pagos a terceros, confesiones de un técnico arrepentido. Con esa línea, la estrategia cambió: no solo negar la autoría, sino demostrar que había sido utilizada como chivo expiatorio.

Maura, por su parte, comenzó a mirar hacia arriba en la cadena. Si Molina, a través de un operador, había plantado pruebas y manipulado grabaciones, ¿quién había ordenado el operativo? ¿Fue la familia? ¿Fue el abogado que recibió pagos en el extranjero? ¿O alguien que necesitaba un resultado rápido para cerrar el escándalo? La palabra “protección” que se repetía en las cartas empezó a sonar como una orden tácita convertida en operación...



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En el texto hay: misterio, crimen, detective

Editado: 20.11.2025

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