El ruido en la sala de análisis era de hojas y teclas. Dos analistas financieros, una pizarra blanca y la luz fría del fluorescente funcionaban como un mapa para lo que empezaba a parecer una ruta. Había que seguir los movimientos de un dinero que no quería ser visto: cuentas pantalla, retiros en efectivo, pagos concatenados en horarios nocturnos. Cada ítem que marcaban con rotulador era una puerta que se abría.
—Mirá esto —dijo Lucas, señalando una columna de transferencias—. Hay un patrón: pequeños montos que terminan en manos de los mismos proveedores. Luego, un pago grande a un número de cuenta en el extranjero. Todo orquestado para dispersar la trazabilidad.
—Y el receptor intermedio es conocido —agregó Marta, sin levantar la vista del monitor—. “El Matón”. Figura en causas por cobranzas extrajudiciales y aparece en archivos de campañas sucias. Tiene una red que presta “servicios” a quien puede pagar.
La mención del apodo bastó para que la puerta se abriera en la fiscalía. Lo trajeron esposado, más joven de lo que cualquiera esperaba, con la mirada cansada pero calculadora. Sus manos, ásperas, hablaban de los golpes que no eran solo verbales.
—Vos sos “El Matón” —dijo Maura al poner la carpeta sobre la mesa—. Tenés antecedentes por amenazas y por “gestiones” fuera de la ley. Decime: ¿cómo terminó una deuda de Danilo en manos tuyas?
El hombre se reclinó, sopló despacio y esbozó una sonrisa sin humor.
—Danilo me buscó —dijo—. Me pidió un préstamo y me prometió que si le daba tiempo, su viejo “arreglaba” unas cosas. Que pagaba después. Pero cuando vi que la plata no volvía, subí la apuesta.
—¿Qué tipo de “arreglos” te prometió? —insistió Maura.
El Matón se cambió de postura. En su relato cabeceó hacia un lado, midiendo cuánto podía decir.
—Arreglos con esa gente que hace que la gente hable menos —murmuró—. Papeles que desaparecen, testimonios que se acomodan, cámaras que se borran... Me dijo que todo saldría bien si se pagaba a tiempo. Cuando me fallaron, empecé a presionar. No es mi estilo hacer drama; yo cobro. Pero la presión la puso él. El pibe se puso nervioso. Me lo dijo por teléfono: “Si mi viejo mueve el asunto, te devuelvo todo”. Nunca pasó. Y yo, bueno, hice lo que hago para apurar a la gente.
—¿Hiciste más que apurar? —preguntó René, que había ingresado junto a los fiscales.
—Preguntale a quién quieras —contestó el Matón con una frialdad brusca—. Yo solo cumplo órdenes y cobro. Si hay violencia, hay muchos que pueden dar más de lo que yo puedo. Pero me pidieron que no dejara rastros. Me pidieron que pareciera un simple ajuste de cuentas. No me interesa que piensen que me dedico a otra cosa; yo cobro deudas. Si Danilo se metió con los tipos equivocados, es problema suyo.
Maura presintió el abismo: un hombre que recoge deudas y distribuye amenaza era también conexión natural hacia operadores de campañas sucias, empresas de “imagen” y grupos que no evitan las manos ásperas. Si Danilo había apelado a esa red para que su problema financiero se resolviera, las esferas del poder empezaban a tocar lo peligroso.
Esa misma tarde hicieron sonar un archivo en un altavoz pequeño. Era una grabación oculta, capturada por un micrófono que había aparecido en una de las mesas de la casa. La voz, firme y medida, pedía por teléfono a un intermediario que borrara rastros antes de que los encontrara la prensa.
—Lo necesitas limpio antes que amanezca —decía la voz—. Si las fotos salen, somos nosotros los que salimos mal. No me falles, esto se arregla y no lo publican. ¿Entendiste? Limpiá todo. A la noche la prensa está encima.
La modulación era de quien sabe hablar a alguien que le debe algo. En la sombra del soplo de la voz, los sonidos de utensilios y el roce de papeles sugerían movimiento: alguien “limpiando” lo que debía borrarse. La fiscalía tuvo un nombre para ese timbre: un asesor cercano a la familia Gálvez. Un hombre que aparecía, recurrentemente, en registros de llamadas y que había sido visto entrando y saliendo de la casa días antes del crimen.
Mientras tanto, la detective a cargo del rastreo documental se topó con una correspondencia que olía a transacción. Entre sobres manchados de tinta y papel de carta, había cartas de mano y correos electrónicos impresos: Helenina y un empresario del rubro de “seguridad integral y soluciones discretas”, un tal Ortega Rossi, especialista en “gestiones sensibles”.
—Lo que propone es explícito —dijo la detective, extendiendo una hoja sobre la mesa—. “Servicios para preservar la reputación”, “intervenciones discretas”, “manejo de medios y gestiones de crisis con personal a discreción”. Y las facturas salen a nombre de empresas terceras, pero el pago viene de la misma fuente: una cuenta que pertenece a H. Gálvez y a A. Gálvez.
Amanda. La noticia tenía un peso similar al de una piedra lanzada al estanque: ondas por debajo de la superficie, que alcanzaban varios bordes.
—La transferencia que sale de esa cuenta conjunta —continuó la detective— fue ingresada en efectivo en una sucursal, pero la disposición la autoriza Amanda. Hay sellos, firmas, y movimientos que coinciden con las fechas en que las “gestiones” se hicieron.
La combinación de la carta y el movimiento bancario trazó una ruta clara: la familia no solo pedía y deseaba discreción; la pagaba con dinero administrado por Amanda. No era mera protección emocional, era una maquinaria en funcionamiento. Maura notó que la defensa moral ya no bastaba; había manos financieras que sostenían la tela...