Elección Fatal

Capítulo 28

La siguiente pieza del rompecabezas apareció cuando un informante les pasó una dirección con indicaciones. Se trataba de una cochera en un barrio periférico donde, según las cámaras cercanas, había pasado René la noche anterior. Maura decidió seguir la pista ella misma. Había algo en su estómago que le decía que la red podía alcanzar incluso a quienes ella menos sospechaba.

Lo vio en la penumbra: René conversando con un hombre robusto, pelo corto y barba de varios días, el tipo de empotrado que actúa como intermediario y luego desaparece. Les vio intercambiar un sobre; la luz de la calle les dibujó brevemente las caras.

Maura esperó hasta que se dispersaron los coches, bajó del auto y se acercó con paso decidido. Cuando René la vio, su expresión se cerró por un instante: sorpresa, después culpa.

—René —dijo ella sin preámbulos—. ¿Qué hacés acá con este tipo?

René intentó recomponer una sonrisa.

—Maura, esto —tartamudeó—, no es lo que parece. Yo… estoy intentando asegurar una versión. Para que el escándalo no explote y les arruine la vida.

—¿Asegurar una versión? —repitió ella con incredulidad—. ¿Desde cuándo la fiscalía negocia versiones en cocheras?

El intermediario los miró con desdén, como si presenciar una escena doméstica le aburriera.

—Se equivoca —dijo en un castellano áspero—. René solo pidió que las cosas se digan con cuidado. No soy quien para juzgar.

—¿Pediste que alguien manipule algo? —insistió Maura, sin acercarse demasiado.

René tragó. Su excusa fue torpe y desnuda de verdad.

—Intenté… mediar —murmuró—. Hay que pensar en los chicos, en la familia. Si esto sale mal, no solo perdemos reputaciones; hay vidas en juego. Hice lo que creí mejor.

—¿Y con qué autoridad? —preguntó Maura, con la calma que precede a la consecuencia—. ¿Por quién trabajás?

Hubo un silencio que pesó más que cualquier justificación. La culpa se convirtió en una sombra en su cara.

—Por la familia —dijo finalmente René, con voz baja—. Me pidieron que hablara. Yo pensé que podía manejarlo sin cruzar líneas.

—¿Y cruzó alguna? —replicó ella, mirándolo de frente—. ¿Se hizo algo ilegal con tu intervención?

René no supo qué decir. La mirada de Maura lo atravesó como un mandato: quien protege la verdad no negocia versiones; quien negocia versiones se vuelve cómplice. Ella comprendió con crudeza que la red de protección del apellido abarcaba más manos de las que había imaginado.

Volvió a la fiscalía con la certeza de dos cosas dolorosas: la complicidad iba más arriba y más adentro que una consultora o un operador aislado; y la maquinaria de protección no se detenía en pagar para borrar pruebas; pagaba también para moldear la opinión pública. En la peor hipótesis, pensó Maura, la escalada podía haber incluido actos físicos para garantizar que una versión fuera la que quedara: quitar testigos, someter a presiones que no dejan registro fácil.

La noche que siguió cerró el capítulo con otra confirmación. Mientras revisaban la agenda de contactos del asesor grabado en el audio, encontraron entre las llamadas registradas el número de una oficina de relaciones públicas que trabajaba con campañas políticas y de imagen. En la lista de clientes figuraban apellidos poderosos, donaciones y contratos que no eran coincidentes con la ética de un servicio legítimo. Había proveedores que se dedicaban a “manejar contingencias” y que, por una suma, podían tanto enterrar una noticia como fabricar una narrativa.

—Esto no es solo limpieza —dijo Maura, mirando a los suyos—. Es montaje y fabricación de consenso. Es pagar para que la gente vea lo que quieren que vea.

Sus colaboradores asintieron, cada uno con el gesto de quien sabe que la investigación acaba de entrar en un terreno peligroso. Había que avanzar con cuidado y con mayor audacia: medidas cautelares sobre las cuentas, órdenes telefónicas, seguimiento de los operadores de campaña, y —si era necesario— protección reforzada para testigos como Javier y para la propia Ágata.

Antes de irse, Maura revisó las grabaciones que habían surgido esa tarde. En una de ellas, entre ruidos de cocina, una frase breve se elevó: “Hay cosas que no pueden salir. Por el apellido”. Fue una sentencia que, en su concisión, encerró el nervio de todo lo descubierto.

Cuando apagó la luz de su despacho, la ciudad estaba encendida como siempre, ajena y voraz. Maura sabía que, si tiraba del hilo, aquello que se desmadejara no sería solo la reputación de una familia: sería una red de intereses que podría incluir a políticos, empresarios, y a quienes cobran en la sombra para que el poder se mantenga entero.

Se le ocurrió una última imagen: un tablero de ajedrez donde, salvo por la reina, la mayoría de las piezas parecían dispuestas para caer en el primer jaque. Pensó en Ágata, en Danilo, en los chicos que todavía necesitaban un mundo que no los aplaste. Y decidió que la pesquisa debía volverse más implacable. Si la protección del apellido se convertía en maquinaria de impunidad, la fiscalía debía convertir la evidencia en una herramienta que detuviera la máquina.

El mensaje final que recibió esa noche fue distinto a los anteriores: no una advertencia anónima sino una llamada breve y clara de alguien con voz temblorosa.

—Tenga cuidado —dijo la voz—. Estos tipos no perdonan a quien abre la boca.

Maura dejó el teléfono en la mesa, la línea del futuro trazada: seguirían conexiones, escuchas, allanamientos. Sabía que la compasión por el apellido no era excusa para el delito. Y también sabía que, en un mundo donde el dinero podía comprar silencio, la verdad necesitaba pesarse en una balanza que no aceptara billetes. Con ese mandato, cerró la carpeta y, por primera vez en la investigación, se permitió respirar profundo antes de volver a encender la luz...



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En el texto hay: misterio, crimen, detective

Editado: 06.11.2025

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