Mientras la justicia intentaba ordenar las piezas, afuera ocurría otra cosa: el juicio mediático. Los conductores de televisión discutían el tamaño del escándalo con el entusiasmo de quien mide audiencia en lugar de considerar vidas. Hubo entrevistas donde Orlando y Romina acusaron a "sectores interesados en desacreditarnos", y otras, en las que defensores políticos intentaron transformar la tragedia en una lección de transparencia institucional. Los hashtags proliferaron: algunos pedían mano dura, otros reivindicaban el principio de inocencia. Era una conversación colectivamente mania: condenar vía trending topic, exigir sentencias desde el celular.
Maura caminaba entre esos dos mundos con la calma tensa de quien sabe que la ley es una estructura que requiere pruebas y no solo indignación. Su teléfono no dejaba de vibrar: la fiscalía necesitaba su apoyo para coordinar allanamientos, la policía pedía aval para medidas cautelares, y los periodistas exigían declaraciones. En un pasillo del tribunal, Carla Sanz la encontró junto a las escaleras y le dijo, en voz baja:
—Necesitamos las bitácoras de Guardianes Integrales cuanto antes. Si logramos vincular el servidor con las borraduras y los accesos, podemos pedir la prisión preventiva de quienes organizaron el operativo.
—René colaboró —respondió Maura—. Nos entregó capturas, audios y nombres. Está dispuesto a declarar. Pero cuidado: si esto se contamina por el ruido público, los defensores van a argumentar que la prueba se ha visto afectada.
—Lo sé —replicó Carla—. Por eso te necesito ahí. No para hablar en cámara, sino para asegurar la cadena de custodia.
Después del receso, la audiencia volvió con la lectura de medidas cautelares. El juez resolvió medidas severas: prisión preventiva para los intermediarios con posibilidad de fuga; embargos preventivos sobre ciertas cuentas; y prohibición de acercamiento para algunos miembros del entramado. Estas resoluciones, cuando se hicieron públicas, no solo confirmaron la gravedad de las imputaciones, sino que alimentaron la sensación de que la familia era responsable de una maquinaria que había radicalizado la protección hasta convertirla en una trampa mortal.
En la calle, la plaza del frente se llenó de voces. Un colectivo de jóvenes llevaba carteles con la foto de Mauricio; un grupo de vecinos demandó que las instituciones revisaran la relación entre poder económico y seguridad privada. Hubo, también, manifestaciones a favor de las garantías procesales; abogados y ONG recordaban que los acusados tenían derecho a defensa. La conversación social, complicada, abrió horizontes: se discutió la regulación de las fuerzas privadas, la ética de los asesores de imagen y la manera en que los apellidos poderosos construyen circuitos paralelos de protección.
Al caer la tarde, cuando las cámaras se dispersaban y los autos de los periodistas salían dejando luces rojas en la calzada, Maura se quedó un rato más en la sala. Revisó las actas, ordenó solicitudes de peritaje y habló con Ágata en la sala de testigos para afinar los puntos que esta declararía en la etapa siguiente. Encontró a René, sentado en una butaca de los pasillos, con la expresión de quien ha pagado por mucho y teme no haber pagado suficiente.
—Hiciste bien en hablar —le dijo Maura, más como fiscal que como amiga—. Si todo lo que dijiste se confirma, podremos atacar la cadena de comando.
René la miró con ojos exhaustos.
—No sé si "bien" es la palabra —murmuró—. Pero no podía vivir con eso en la conciencia.
Maura guardó silencio. Sabía que la moralidad de la decisión no la protegería de los golpes mediáticos que se vendrían, ni de las embestidas de los defensores, ni de los juicios paralelos en las redes. Pero al mismo tiempo sabía que las piezas que se habían puesto en la mesa eran valiosas: transferencias, correos, audios, testigos que, aun con sus manchas, dibujaban una ruta.
Esa noche, antes de irse, Maura escribió en su cuaderno una nota que era al mismo tiempo prosa y mandato: "No confundir juicio mediático con sentencia. La prensa decide reputaciones; nosotros, pruebas. Avanzar con prudencia y rapidez." Cerró su bolso y se permitió un gesto humano: encender un cigarrillo y mirar la luna desde la entrada del Ministerio. La ciudad seguía su ritmo: en la pantalla de un bar, un viejo noticiero repetía la imagen de la camioneta policial; en una casa de la periferia, una familia discutía si las élites finalmente pagarían; en la casa Gálvez, el silencio era más ruidoso que cualquier manifestación.
Las audiencias sucesivas, el entramado de defensa y contradeclaraciones, los peritajes forenses y los análisis contables prepararían el terreno para el juicio real. Maura, consciente de la fragilidad de la evidencia frente al relato público, cogió fuerzas para la etapa siguiente: pelear por que la verdad legal se impusiera sobre la verdad que se cuenta por minutos de pantalla. Y en algún despacho, donde la familia veía caer reputaciones y carreras, alguien ya calculaba los próximos argumentos. La batalla entre ley y espectáculo, entonces, se instaló como duelo central; no solo por la memoria de Mauricio, sino por la pugna entre una justicia que tarda y una opinión que no perdona...