Electricidad; entre nosotros.

1.

La chica se encontraba en la cocina de la panadería en la que trabajaba, aunque muchos de sus panas le decían que le iban a salir hongos o coquitos por estar encerrada tanto tiempo con tal cantidad de harina, ella no les prestaba la más mínima atención; se enfocaba solamente en lo que amaba: Hacer cachitos, pasteles de hojaldre, bombas y panes dulces; porque las canillas, los campesinos y los franceses —los panes, no las personas—, no eran lo suyo realmente. 

Su cabello castaño se encontraba recogido en un moño desprolijo, una red lo mantenía en su lugar debidamente, su delantal estaba totalmente lleno de harina leudante y se podía decir que se veía cómica tarareando diversas canciones mientras imaginaba que la masa que estaba golpeando —para darle suavidad— era su primo hermano, el mismo que esa tarde iría al cine y la había dejado botada, sin nada que hacer en la tarde noche.

Estaba terminando una tanda de panes dulces, haciéndolos bola y rozánolos suavemente para tocar su textura, sonrío satisfecha metiéndolos en el horno de fábrica, se sacudió la harina de las manos y la ropa, aunque el cabello le quedó igual de desastroso, ella era totalmente antiparabólica.

Salió de la cocina secándose el sudor de la frente con una toallita húmeda, sus ojos olivas detectaron al desgraciado de su compañero de trabajo, ese que la mayoría del tiempo le jodía la existencia. Que algunas veces, cuando tenía resaca le cambiaba la sal por azúcar en la cocina y había hecho que algunas invenciones le salieran mal; era un sucio bastardo que se encargaba de hacerle la vida amarga.

Aunque eso no quería decir que lo odiaba, ciertamente, chocaban pero se adoraban el uno al otro, fraternalmente hablando. No se veía en una relación con ese pelinegro que tenía más acné que piel en la cara, era desagradable.

— Mira mamarracho —lo llamó la castaña, observando que se estaba distrayendo con unas faldas en ese lugar, esa panadería era muy concurrida se la pasaba llena hasta los tequeteques y el pobre joven se embobaba con cualquier mujerzuela, descuidando la caja, que era su labor— ¡Haz tu trabajo y deja de mirar los culos en el lugar! —le reclamó molesta, en parte era la encargada de ese lugar, así que debía asegurarse que las ganancias fueran favorables.

— Nojoda, Estefanía —le restó importancia con la mano a lo que había dicho la chica— No me ladilles, mete las narices en la cocina, que es donde perteneces.

La chica alzó las cejas, ¿Así que se quería lucir delante de las muchachas esas? Nadie le hablaba así a Estefanía Desireé Lozada Peralta, ni siquiera se lo permitía a su madre y el inútil que se encontraba en la caja haciendo mal su trabajo, no sería una excepción; sin esperar mucho agarró lo primero que encontró en su mano y se lo lanzó, sin importarle mucho en qué parte de su anatomía caería.

Cuando le acestó en el abdomen y se dobló por el dolor, la chica se burló y soltando carcajadas se metió en la cocina de nuevo, riéndose de vez en cuando por lo que le había hecho a su compañero de trabajo, ese mamarracho de Arturo debía plantar los pies sobre la tierra.

— Después se anda quejando que anda limpio —masculló la chica, agarrando un guante para sacar los panes del horno, el olor que salía de allí le inundaba las fosas nasales, calentándola por dentro, no había olor más rico que el del pan recién hecho— Ah, pero no se queja cuando le compra mariqueras a las pronto pago que frecuenta.

La castaña estaba concentrada en los panes, azucarándolos lo suficiente para que los clientes no se quejaran o refirieran palabrotas a la cocina, sin embargo, un pelinegro vengativo la estaba observando por una abertura del gran marco de la cocina, detallándola centímetro a centímetro; lo único que se le ocurrió fue pegarle un susto. Porque no, Arturo era todo menos cruel, podía haberle amenazado con un cuchillo de chef o arruinarle todos los panes, pero como la loca esa era bien despistada, solo iba a asustarla de manera tal que no le quedaran ganas de pegarle de nuevo.

Aunque eso era una mentira infernal, Estefanía jamás se podía quedar tranquila. Jamás.

—Eso que hiciste allá afuera no se hace, mana —soltó de la nada haciendo que la chica casi se quemara con la bandeja en la que estaban los panes, Estefanía dio un golpe fuerte en la mesa del susto y lo miro con una cara de cañón que no se la brincaba un venado.

— ¡Coño Arturo! ¿Cuántas veces te he dicho que no me asustes así? —se acarició la mano ya que el golpe sobre la mesa la había dejado absolutamente roja, el chico la miro cómico, jactándose de lo que había hecho— Cuidado y te conviertes en el Dr. Malito, mira que eres igual de torpe que el corre caminos.

— Lo siento, lo siento —sus dientes con brackets salieron a relucir, haciéndolo parecer aniñado, el muchacho tomó uno de los panes ya azucarados y le metió un mordisco— Hmmm, necesito que seas mi cocinera personal, en serio, Nina.

Sí, esa era ella, no le gustaba mucho su primer nombre, así que le bastaba con que sus amistades le dijeran Nina.




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