Electricidad; entre nosotros.

4

Tres días. 
Tres 
Jodidos
Días.

Sin luz. 
Sin agua. 
Y con los ineptos del gas sin querer contestar, porque sí, se le estaba acabando el gas a la urbanización y ellos no contestaban ni por error los telefonos celulares.

— Tienen esas cosas para no usarlas —gruñó la madre de Nina, la señora Olga, molestísima por la incompetencia de las cosas en ese país—, ya lo decía mi madre...

— ¡Ay, vieja! —exclamó Gabriel el padre de la muchacha, que se encontraba recostado en una hamaca, el cabello canoso le decoraba la cabeza y su rostro con leves arrugas se veía cansado— no te pongas con esa, mi vieja.

Ambos tenían poco más de 56 años de edad, y aunque no eran viejos, ciertamente tenían ese sobrenombre muy arraigado, el hombre detalló a su mujer —que aunque los años y la situación del país le hubiera pegado en el almanaque—, se encontraba hermosa, las leves arrugas en su piel, las estrías y demás detalles insignificantes, solo demostraban la experiencia.

Su cabello color café estaba recogido sin mucho cuidado y algunos mechones se salían de aquél moño desprólijo. Sin importar el qué, esa mujer era tan fuerte que siempre sonreía.

Estefanía estaba en su habitación, con la puerta abierta de par en par, por el simple hecho de que había un calor horrible, eran ya las once de la mañana, pero ella aún seguía roncando, explayada en su gran cama.

Si se caía el mundo a ella no le importaba, y mucho más cuando era sábado, la panadería no abría, lo que significaba que no había trabajo. En su habitación, la muchacha se revolcó y estiró, echándose aire con la mano, acalorada, no obstabte siguió durmiendo.

El primo hermano de Nina iría de visita a su casa, por lo que Doña Olga, estaba ensímismada, arreglándo cada íntegro detalle del comedor, de la sala de estar y de todo el lugar.

Quitó el polvo aquí y allá, pasó un pañuelo húmedo en todas las repisas y decoraciones, perfumó la casa con canela y vainilla, y en última estancia, suspiró agotada.

— ¡Viejo! —gritó la mujer con la escoba en la mano, moviéndola bruscamente, como si le reclamara algo al pobre hombre— ¡No hay café! ¡Y tampoco hay cubito, para las caraotas!

El hombre se paro inmediatamente del sitio donde estaba, haciéndole caso a su mujer, parpadeando repetidamente para quitarse el sueño que lo había poseído.

— Dime mujer —masculló, rascándose la nuca un poco perdido.

— Anda a ver dónde puedes comprar cubito y café —le dijo tajante la mujer, con el ceño fruncido—, no podemos recibir al niño así acá, y las caraotas sin cubito, no saben a nada.

— Tendré que caminar, porque sabes que lo que andan aceptando son dólares —comentó el señor, pesadumbroso.

— ¡Tocar puertas no es entrar! —exclamó, intentando mantener el ánimo— Anda, anda, que ya debe estar por llegar el niño.

— Ya voy, mujer.

Cuando iba saliendo de la casa el hombre, otro grito de su esposa lo detuvo, suspiró con aire cansino y caminó hacia la cocina, en la cual su esposa estaba preparando una olla de arroz blanco, una pequeña olla de pasta —ya que, a Estefanía no le gustaba demasiado el arroz— y carne mechada.

— Hazme el favor y despierta a la hija mía que está allá tirá en esa cama —mandó a su marido, se le acercó delicadamente y dejó un casto beso en sus labios que sabían a añejo—, gritale si es necesario. Y gracias, amor.

— De nada, mi vida —comentó, caminando hacia la habitación de su única hija, a veces pensaba que la había malcriado, a través de su crecimiento todo era para ella, todo lo que quería lo tenía. Aunque agradecía a Dios porque no fuera rebelde, brinquilla, ni una mala niña; porque aunque tuviera 20 años, para él aún era esa pequeña nena que estaba en sus brazos, recién nacida— Princesa —la llamó al llegar al cuarto, ella se removió, quejándose.

— ¿Qué, papi? —dormitada, acomodándose para dormir más le respondió, su padre se río, observando cómo su hija se veía igual de niña.

— Mamá te está llamando, Princesa —le acarició el cabello, con calma— levantate.

— No quiero.

Se volteó hacia otro lado y se cubrió la cara con la almohada para que no le llegara la luz que entraba por la ventana al rostro.

En un abrir y cerrar de ojos, Doña Olga llegó a la habitación, siendo como un huracán para la calma apaciguada de su marido, puso los brazos en jarras en sus caderas, tenía aspecto molesto.

— Viejo anda a hacer el mandado —ordenó la mujer, frunciendo los labios—, yo despierto a esta carajita. Que no quiere servir pa' más nada que pa' roncar, tirá en esa cama.

El hombre abrió los ojos, preocupado, sin embargo, le hizo caso. Salió de la habitación de inmediato, pensando en que le comparía algo a su princesa, porque las formas que tenía Olga de despertar a su hija, no eran nada agradables.




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