Era domingo, día de misa para el padre y la madre de la castaña —y la mayoría de su familia, porque eso si tenían los Lozada, todos eran católicos rajados—, aunque Estefanía nunca iba a esos lugares, no es que le gustara mucho la iglesia, esas sillas de madera incómodas que la hacían sentirse sumamente rígida, la manera en la que el padre se colocaba allí en ese pedestal y cómo la imágen —o estatua— de Jesús se encontraba allí, estática. Que aunque ciertamente, a según, significaba el sacrificio que hizo el hijo de Dios por amor al pueblo, ella pensaba que tenerlo allí y hacerlo tan evidente era terrorífico y un poco masoquista.
No obstante, ella creía en Dios y en Cristo, pero simplemente era fiel creyente de que la creencia se cultivaba con acciones, no solo siendo falsos devotos, que a muchos llegó conocer a lo largo de su corta vida.
La fe no es una etiqueta, o un precio que se le coloca a un objeto, el valor de esta palabra no es cuantificable, la fe se siente y se ve, solo eso.
O eso pensaba la castaña de ojos mieles mientras miraba el techo de su habitación, ensímismada, aguantando el griterío de su madre —que estaba indignada porque ella no quería ir a la catedral—, e ignorándolo con gran maestría.
— ¡Debes obedecerme, muchachita! —exclamaba doña Olga, mientras se retocaba el maquillaje, el cual era bastante exagerado para el gusto de su hija— ¡Lo dice la biblia! ¡Te vas a ir al infierno!
— Ay, mamá —soltó Nina, cansada del parloteo, rogaba porque la puerta de la casa hiciera su usual chasquido, anunciando que su madre se había ido a misa—, Cristo ha perdonado a asesinos, no me castigará mucho por no ir a una misa —argumentó, muy segura de lo que decía—. Es más, creo que soy una de sus hijas favoritas.
¿Y cómo no?
Si de nada más verla seguro que se entretenía bastante, con sus tropiezos diarios y sus conversaciones consigo misma, seguro que era un gran entretenimiento ser su hija.
Ella era como el payaso de circo mayor de Dios, no importaba dónde pisara o qué hiciera, todo el mundo se reía.
Es más, ella estaba segura que Dios la dejaba darse sus mamonazos de vez en cuando solo para reírse —y para que aprendiera la lección, pero más la primera que la segunda—.
Como si dijese: ya que no aprende con palabras o señales, que aprenda a los coñazos, que así le gusta más.
La muchacha suspiró, cansada, se levantó con lentitud no queriendo mover ni un solo músculo, necesitaba en serio ducharse, pero una ducha real, no una con la perolita; pero eso no podría ser, sin luz el bombeo de agua era casi inexistente y aunque le costaba admitirlo ya se estaba acostumbrando a esa odisea.
La rutina de esos días libres había sido la misma... Levantarse con un calor infernal, ir al baño hacer sus necesidades básicas y bañarse a punta de tobitos de agua —eso no era bañarse, pero algo era mejor que nada—, desayunar arepa con lo que fuera que hubiera, ya que el queso llanero se lo habían comido en un dos por tres por miedo a que se dañara —cosa que a ella no le había molestado en absoluto, porque amaba el queso—. Se lavó las manos para amasar la harina pan, ligándola con un poco de la harina mexicana que venía en las cajas del Clap, mientras observaba la lista de mercado que le había dejado su padre en el mesón, puso la arepa en el budare y se hizo un huevo frito —el último huevo, solín solito que quedaba en el cartón—.
Suspiró al dar el primer mordisco de la arepa con mantequilla y huevo, le gustaba demasiado ese manjar, aunque se deleitaba más con unas empanadas de queso amarillo y jamón, esa vaina era la octava maravilla del mundo; lamentablemente los embutidos estaban sumamente costosos, el sueldo básico de los trabajadores no alcanzaba para costear ni siquiera medio kilo de jamón fiambre y así era como Estefanía llevaba un año sin siquiera probar aquella delicia —además de que no tenía aceite y este producto estaba inalcanzable, financieramente hablando—.
Se limpió con el dorso de la mano toscamente las migajas que habían alrededor de su boca y llenándo un vaso de agua, se encaminó al baño para cepillarse los dientes.
La lista de mercado que había realizado su padre era básica, cosas que duraran tiempo en la nevera y que alcanzaran para la quincena.
Vegetales, frutas, huevos, queso llanero, legumbres y arroz; nada de carne, ni pollo, ni pescado.
Todo el mundo pensará, que por los problemas de luz no se atreven a comprar ese tipo de cosas, la verdad es que el trabajo de los que habitaban en esa casa no alcanzaba para costear la carne.
No quería ir al mercado sola, así que se encogió de hombros y llamó a Eva, ya saben esa amargada amiga de ella que trabajaba en la dulcería más colorida de toda la jodida ciudad.
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Editado: 23.05.2019