Electricidad; entre nosotros.

8

El ojiazul se encontraba realmente preocupado —y también un poco asqueado—, daba gracias a lo que fuese que estuviera en los cielos y controlara el destino por haber llevado su sweater oscuro y cubierto su camiseta blanca, que si se hubiera manchado esa camiseta realmente no estuviera arrecho, sino lo siguiente.

Tenía en sus brazos a la castaña, completamente pálida, gracias a Dios que no era demasiado pesada porque él que era flaco y ella que fuera pesada... Pues... No terminaría en nada bueno.

La muchacha tenía una herida bastante profunda cerca de la clavícula, de allí emanaba bastante sangre —que manchó por completo su sweater que tanto le había costado—, tenía un golpe en la cabeza fuerte y sus labios entre abiertos lo tentaban y llamaban a que fueran besados, pero se preocupaba más por su estabilidad física; lo que pesaba más en todo eso eran las bolsas de mercado, ya eran casi las seis de la tarde y él con esa chica a cuestas, rumbo a su casa —en la que seguro estarían sus padres, a los que no conocía en absoluto—.

¿Y qué diría si le preguntaban cómo sabía dónde vivían?

Pues... Que ella se lo había dicho en su lapso mental de inconsciencia.

¿Y cuando ella se despertara y le preguntara qué hacía en ese lugar?

Pues, la simple verdad, que él vivía en ese barrio temporalmente con su abuela paterna, que se encontraba de luto por la muerte de su esposo —el padrastro de su padre— y él se encontraba acompañándola, momentáneamente.

Aunque la verdad, era que la perseguía de vez en cuando —por no decir siempre—, porque le intrigaba mucho la manera en la que ella se desenvolvía.

El sudor le perlaba el rostro, estaba jadenado del trecho largo que había cargado con la muchacha a rastras, y su corazón palpitaba a duras penas —no por el hecho de que Nina fuera muy pesada, sino porque estaba asustado por la reacción de sus progenitores—, él podía parecer un chico muy severo y lleno de un aura misteriosa tan gélida que podría helar a cualquiera, porque sí. Era así, en ciertos aspectos.

Sin embargo, de cierta manera ir con Estefanía a cuestas vía su casa, a enfrentar no sé qué cosa en esa casa desconocida, jamás había conocido a algún padre o madre que no fueran los suyos, de resto solo salía con sus amistades en la Capital de vez en cuando; debía admitir que esa situación lo tenía un poco nervioso.

Cuando llegó a la verja de la casa de la muchacha se cagó encima —no literalmente—, entró y tocó la puerta principal tragándo en seco y respirando profundamente.

Un hombre de mediana edad le abrió con el ceño fruncido y cuando terminó de inspeccionarlo abrió los ojos desmesuradamente, estos se le aguaron y sus iris castaños solo podrían mostrar preocupación.

— ¡Vieja! —gritó alarmado, al padre de Estefanía se le iba a salir el corazón por la boca, cuando vio allí a su hija, en los brazos de ese joven que desconocía y con sangre alrededor del cuello— ¡Vieja!

La mujer venía de la cocina con un fósforo en la mano y con una vela en otra, molesta por el griterío.

— ¡Dime viejo! —exclamó llegando a la puerta y mirándolo como si quisiera asesinarlo— ¡Estaba prendiendo las velas que hicimos ayer! Pero esas cosas del diablo no sirven... Y la hija mía que todavía no ha llegado...

—¡Mira! —gritó el hombre, completamente acelerado, cuando la mujer volteó hacia James, los ojos se le aguaron en su totalidad y con las lágrimas casi saltándo de sus ojos pegó un grito que llego a todos lados.

— ¿Y te quedas allí parado tan tranquilo? —escupió la pregunta hacia James, verdaderamente molesta, él no sabía qué hacer, ni qué decir en una situación así— ¡Pasa coño que para algo tienes esos pies!

 

✨✨✨

 

Media hora después, el mismo hombre que había perseguido a la castaña por un simple chocolate, se encontraba en su casa limpiándole la herida y comprobando que no fuera nada grave, estaba pensando en mil y un maneras de regañar a su prima por ser tan despistada y por tomar siempre aquella vía que era tan peligrosa, carraspeó y salió de la habitación de su prima menor con cansancio, lo único que le faltaba era verla en ese estado; exactamente eso lo derrumbaba por completo.

En la sala de estar se encontraba Doña Olga, sirviendo café —el cuál James rechazó, porque no le gustaba mucho el café que se dijera, prefería el té—; Don Gabriel estaba viendo al muchacho desaprobatoriamente, aún tenía la sangre de su hija en las prendas que cargaba y parecía que no le molestaba en absoluto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.