— ¡Arturo que dejes de comerte los panes te estoy diciendo! —el grito que pegó Estefanía sonó en todo el establecimiento, pero al chico pelinegro pareció entrarle por un oído y salirle por el otro, la castaña ni corta ni perezosa se apoderó del rodillo de madera que tenía en uno de los mesones de la cocina y lo miró, directamente a los ojos, desafiándolo.
El lunes maravilloso, en el cual se había levantado con el pie derecho fue arruinado de extremo a extremo por su padres, así que para las 2 de la tarde, estaba más que irritada y su ceño se encontraba tan fruncido que se dudaba que volviese a su sitio.
Alzó el rodillo y sin pensarlo mucho le dio un golpe en el brazo a su compañero de trabajo, cuando profirió un gemidito de dolor ella sonrío maliciosa.
— Coño, mami, pero entiéndeme —soltó entre queja y queja, haciendo cara de cachorro y mohínes baratos—. Tus creaciones son deliciosas...
— No estoy de humor para tus estupideces, Arturo —zanjó la situación antes de que él siguiera con su parlamento, volteó los ojos y con un ademán lo sacó de la cocina.
Minutos después, cuando por fin se encontraba sola, suspiró, llena de una tristeza que le abarcaba todo el pecho, todo el corazón; un sentimiento que le carcomía en la boca del estómago.
Aunque amasar y hacer pan le había distraído la mente, no sabía porqué su padre le había dicho esas cosas y aún le rondaban en la cabeza recurrentemente, bufó mientras sentía que la tristeza en su sistema era cambiada por ira, ira de la más pura y febril.
¿Por qué pensaba que ella era una niña siempre?
Tenía un buen trabajo, estudiaba en la universidad —porque sí, la castaña estudiaba Derecho, solo que con el apagón... Bueno, no había clases en casi ninguna parte del país— y hacía lo posible para ayudarlos.
Aún así se quejaban de ella, de todo lo que hacía y de todo lo que podría lograr —más su madre que su padre—; estaba cansada de todo aquello, estaba cansada de vivir en aquél pueblo, estaba cansada de todo.
Agotada. Exhausta.
Cualquier sinónimo de esa estúpida palabra.
Metió esa tanda de panecillos al horno y fue al área de descanso, abrió su locker con el tiempo calculado y sacó de su pequeño bolso una toallita húmeda, se secó el rostro y los brazos —que estaban totalmente llenos de harina leudante— para luego tirarse de lleno en una de las sillas que estaban allí para que los trabajadores descansaran.
No sabía si el cansancio era emocional o físico, pero lo único que reconocía era que quería desterrarlo de su vida.
Ese día debía ser lindo, desde sus inicios y eso ya no iba a poder ser; lastimosamente.
Estaba embotada de malos pensamientos que se repetían una y otra y otra vez.
Cerró los ojos unos segundos, relajándose un poco, tenía que ir a clases de yoga, o algo parecido, porque si seguía así se iba a morir por tener el cuerpo tan jodidamente tenso.
✨✨✨
No mentía cuando decía que el día había sido aburrido, ni siquiera la clientela que más frecuentaba la panadería fue a comerse sus cachitos, taquitos o mini panes de jamón, gimió con pesar, el cierre de caja fue horrible, muy poco efectivo, demasiadas transferencias que corroborar —y un internet nulo para verificarlas, de hecho— además de que su bono extra no lo obtendría por la baja de clientes.
¿Pensaban que era sencillo ser la panadera y cuasi encargada del lugar? ¿Que se ganaba la bola de plata? Pues no, esa es una vil y cruel mentira que los humanos utilizan para manipular a su raza.
— ¿Cómo hacerte millonario en un dos por tres? —bufó la chica mientras balanceaba las piernas— jodiendo a la comunidad; tatará es el fin.
— ¿Qué haces? —el pelinegro ya estaba listo para irse, tenía la mochila sujeta a los hombros y su cabello se encontraba nuevamente prólijo, seguramente saldría con alguna chica esa noche. Estefanía frunció el ceño analizándolo con sus ojos olivas de cabo a rabo.
— Aquí... Pensando en la inmortalidad del cangrejo —se estiró mientras bostezaba y se levantó de la silla, extrañamente le había dado un sueño de los mil demonios.
Ambos salieron de la panadería, ella se soltó el cabello y lo sacudió moderadamente —junto con su ropa—, se veía los zapatos mientras caminaba y a su compañero le parecía adorable que la mayoría del tiempo estuviera cabizbaja o pensativa, inmersa en su mundo de vaya usted a saber qué.
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Editado: 23.05.2019