Electricidad; entre nosotros.

12

El ojiazul se encontraba mirando a la muchacha desde una de las mesas que se encontraban en la panadería —aunque bueno, lo disimulaba bien mientras fingía que leía un libro de marketing que ya había leído con anterioridad—, cada vez que la chica salía de su escondite hermitaño —que era la cocina— se quedaba viendola detenidamente.

Parecía tener una relación amor odio con el chico que se encontraba en la caja, ya que de tanto en tanto salía para gritarle algunas palabrotas o pegarle con objetos de dudosa procedencia. Se dejó en evidencia cuando se carcajeó porque el chico salió corriendo de la cocina con una mil hojas en la mano.

— ¡Atrápame si puedes, lenta! —gritó el muchacho pelinegro mientras se reía a voz populi, ninguna de las personas en la panadería se escandalizó o se sorprendió por ese hecho, solo siguieron hablando y comiendo sus aperitivos. Lo que le decía a James que esas escenitas eran muy comunes entre esos dos.

De pronto salió Estefanía de la cocina, con la cara roja hasta las orejas y una mirada de ira que jamás le había visto, tenía el cabello y la mitad del rostro lleno de harina de trigo y se mordía los labios de vez en cuando para controlar sus impulsos.

James se sintió morir, porque aún así estando tan del asco como lo estaba —porque vamos, se veía descuidada con ese poco de harina cubriendola—, Nina se veía linda, y ¡Dios! Cómo habría deseado ser él el que la llenó de esa harina.

— ¿En serio? —gritó la castaña enfurecida— El coñísimo de su madre, Arturo. O vienes o te arrastro, ¿cuál prefieres? —le dedicó una mirada asesina al pelinegro mientras caminaba hacia él con cautela, el muchacho había abierto los ojos desmesuradamente por el tono de voz de ella— una cosa es echarme tierrita en los ojos, pero ¿Harina?  ¿En serio? ¿No se te ocurrió algo mejor? —sin esforzarse mucho la castaña había acorralado al chico, tomó la mil hoja y se la llevó a la boca, dándole un pequeño mordisco que le resultó muy satisfactorio.

Debía admitir que le habían quedado espectaculares; James observó los finos labios de ella mordiendo el dulce y recordó cuando ella hizo lo mismo con sus labios, sus pensamientos se guiaban por sí solos y no lo dejaban filtrar entre emoción y razón.

— Verga, Nina, solo fue una broma —soltó el pelinegro, al escuchar el apodo de la muchacha el ojiazul entendió que debía de tratarse de algún amigo— no te arreches así.

— ¿Cómo quieres que no me arreche? ¿A caso tu vas a pagar los suministros que botaste solo por tú jueguito ridículo? —soltó, ya sus mejillas eran abandonadas por el color rojo, no obstante, se notaba llena de ira aún.

—No... Pero

—Pero nada —escupió, mientras se dirigía de nuevo a la cocina—, dedicate a tu trabajo, no te distraigas.

Con esas palabras se adentró a la cocina con los hombros tensos, al muchacho no le gustaba verla así, ella era la que estaba haciendo de su estadía en ese pueblo una maravilla, así que de una u otra manera debía aliviar sus cargas, aunque fuera por un simple momento.

Sonrío de lado mientras salía de la panadería, cuidando no ser visto, sin embargo, para un chico alto, con cabello medianamente largo y ojos azules es difícil pasar desapercibido; sintió una mirada clavada en él y se volteó levemente para saber quién era y se encontró con que el cajero lo estaba visualizando de cabo a rabo, haciéndolo sentir mareado.

Se encogió de hombros y salió del lugar como alma que lleva el diablo.

 

✨✨✨

 

Era viernes y como todos los viernes, Estefanía había tenido un día demasiado cansón, estaba totalmente mamada —es decir, agotada al extremo—, además de todo eso estaba irritada, su molestia se podía palpar y eso la ponía de peor humor, Arturo ese día había estado insoportable y la clientela había sido demasiada para su gusto, aunque por eso había recibido un bono extra.

Cuando por fin salió de la panadería se sintió libre y se encaminó hacia su casa, intentando que se le pasara el dolor de cabeza tan desgraciado que tenía y siseando de vez en cuando; ella no aprendía nada, seguía caminando vía a su casa a través de ese barrio de mala muerte, pero bueno... ¿Quién la entendía?

Al llegar a su casa se encontró con la mesa servida para cuatro, sí, cuatro, no tres; inmediatamente frunció el ceño, su padre estaba de brazos cruzados en la cabeza de la mesa y su madre estaba terminando de arreglar los detalles de lo que parecía una cena elegante.




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