Electricidad; entre nosotros.

18.

Una semana después.

 

 

 

La castaña se encontraba sumida en sus pensamientos junto a un pelinegro que la acompañaba con dos cajas de cervezas al lado, ella veía a un puto incierto en el televisor —que hacía más de media hora estaba sin señal y ella no se había percatado—, mientras él veía al mismo lugar y jugueteaba con las botellas de cerveza de tanto en tanto, dando sorbos que le llenaban la garganta de ese sabor espeso a cebada.

Estefanía, al contrario de Arturo, había gastado todos sus ahorros en dulces y cosas que la distrajeran —como libritos de dibujos de mándalas, los cuales posteriormente había roto y llenado de lágrimas—.

Aquella noche había sido maravillosa, se había sentido parte de algo al fin, se entregó completa en alma, espíritu y cuerpo a él, no dolió, fue pura emoción consumada, puro placer. Sin embargo, el siguiente día fue uno de los más aterradores de su existencia entera, despertarse en una casa que no era la suya, con una nota, una simple nota en la que se decía una vaga y cobarde despedida.

Frunció el ceño, enfureciéndose mientras se acordaba de aquello, sus puños estaban cerrados, sus leves uñas lastimaban sus palmas y los nudillos empezaban a ponérsele blancos de tanta fuerza que ejercía.

Recordaba a mamá Maritza mirándola, sus ojos ajados desbordaban lástima y pesar, intentó tocarla, le quería tocar la mejilla, acariciarle el rostro y abrazarla; pero aquél día simplemente no quería absolutamente nada. Como un puercoespín actuó por instinto, sus espinas eran sus palabras hirientes y ese día, todo el mundo tenía la culpa de su malestar interno; porque nada le dolía físicamente, había algo más profundo, algo allí en su interior se había descuartizado al terminar de leer aquella nota, ella lo sabía.

Cuando llegó a su casa solo pudo encerrarse en su cuarto, a lamentarse de su miseria, ahogando sus gritos en la almohada, porque no soportaba escucharse a sí misma, necesitaba una explicación para todo aquello, la exigía, es decir, él no podía simplemente llegar, involucrarse en su vida, hacer de ángel guardián, mirarla con esos ojos azules indómitos, hacerla su novia, besarla, amarla, calmarla y luego irse... Así como así.

La intriga iba a matarla, y la estaba matando de igual forma luego de una semana, las piezas no encajaban y ella sabía, sabía, que sabía, que algo se encontraba oculto allí, entre sus palabras, entre sus actitudes. Pero... ¿Qué era?

Miro de soslayo a Arturo, que estaba igual o peor que ella, la situación de ambos era precaria, ella por un corazón roto y él porque ya no encontraba el centro de su vida, la razón de su existencia; agarró un chocolate que estaba entre sus piernas y lo destapó de manera agresiva, metiéndoselo en la boca, tratando de aliviar su intrínseco dolor de esa manera, tan mundana y carnal.

— ¿Sabes? —el pelinegro se volteó para encararla, dejando de ver lo que fuera que estuviera viendo en la televisión, arrastró la s, ya que él no era un bebedor nato y aunque solo llevaba a cuestas cinco cervezas, ya se le veía apaciguado, obnubilado— a mí nunca me cayó bien ese chamo.

Ella analizó lo que él le dijo, palabra por palabra, tono por tono, sus ojos olivas se alzaron hacia los de él y alzó las cejas, comprendiendo algo.

— No te gustaba simplemente porque yo era tu imposible —bufó, tomándolo por sorpresa, en sus ojos oscuros destelló un vestigio de vergüenza y ella le lanzó una sonrisa socarrona—, siempre lo supe, tranquilo.

— Era más que eso —no afirmó, ni negó lo que la chica había dicho porque la verdad es que era cierto, se bebió el último contenido de la botella que sostenía en la mano y buscó otra—, su mirada, aun teniendo ojos claros era oscura, como si ocultara demasiadas cosas para su edad, su porte era el de un mujeriego sin causa y la manera en la que te miraba... —tosió dando un trago a la cerveza para luego chasquear la lengua, la mirada de Estefanía sobre él lo abrasaba, lo desconcertaba, era demasiado profunda e inquietante— era indecente, como si fueras una presa, como que si le pertenecieras.

Estefanía se rio, una risa seca, sin gracia, más tenebrosa que nada, él la miro, su cabello estaba hecho un desastre, no tenía ni forma, sus ojeras casi eran las protagonistas al ver su rostro, la luz de sus ojos se había esfumado, al igual que el rubor de sus mejillas, estaba cubierta por una de sus camisas —cuando llegó a su departamento, en el centro del pueblo, no había llevado nada consigo, solo un morral, lleno de dulces y su presencia, por lo que tuvo que prestarle ropa— y un cachetero bajo esta, sus piernas estaban expuestas.

Tenía ante él una escena que siempre quiso presenciar, pero no tenía ganas ni de imaginarse haciendo otras cosas con ella; en ese preciso momento, así estaban bien ambos.




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