—Señora Holly, ¿sucede algo? —preguntó el psicólogo a la espera de una respuesta.
El afán de mantener la armonía familiar limitó mis palabras y, como un simple consuelo de expresión, tan solo respondí:
—No sucede nada, todo está muy bien. Podemos seguir con nuestra conversación.
Mi vista, que buscaba una pizca de molestia en el rostro de Doran, se encontró con una extrema preocupación que lo excluía de la conversación real, mientras sus pensamientos divaganan por su cabeza. Y el psicólogo, poco acostumbrado al silencio en sus consultas, con un simple llamado, intentó captar la atención de Doran.
—¿Hay algo que quiera decir... —el hombre, poco acertivo en su discurso, se apoyó en sus documentos para corroborar el nombre de mi esposo —, selor Wayne? —mencionó más para él que para el propio Doran.
La voz del joven, que ya había pasado desapercibida por mi marido, regresó el poco interés que mi marido —absorto en su egoísmo — podía mostrar.
—¿Ah?
—Sí, lo escucho. ¿Podría contestar a mi pregunta?
Sin miedo a mostrar su desconocimiento, Doran buscó apoyó en el profesionalismo del psicólogo, que al ver la ineptitud de mi marido, contestó de forma profesional.
—¿Por qué ha decidido asistir a la cita? —preguntó con tono cansino, ya que la explicación se adueñado del tiempo de la terapia.
La poca concentración de Doran y sus preocupaciones le dificultaba tener una participación efectiva, por ello, entre los tartamudeos de su boca encontró —de forma audaz— una explicación para satisfacer el interés del doctor; pero que, a mi ego, que poco a poco buscaba explotar ante la hipótesis de una infidelidad, le pareció una ofensa.
—Mi esposa y yo lo hemos dialogado, y consideramos la terapia como una salvación para nuestro matrimonio.
Su explicación que involucraba más mis motivaciones que las de él, mostró (lo que yo me temía) la carencia de interés en esa cita y en todo lo que nos involucrará estar juntos. Por ello, olvidando el buen comportamiento que regía mo vida, intenté hablar sobre todo lo que sentía; pero, luego, carraspeé la garganta para no encontrar las palabras que definían mis emociones.
—Bien —intervine para no desmotivarme.
—Me gustaría que encendieran la cámara —sentenció el médico, al notar nuestra negativa por mostrar nuestro rostro.
Pero Doran, por primera vez, durante toda nuestra estadía en la playa, se adelantó a mi concentración y, con un frenético tono de voz, que denotaba su preocupación, mencionó:
—Lamento decirle, doctor, que nuestra cámara ha estado fallando.
El psicólogo, a quien nuestro estilo de vida le daba pista de lo que poseíamos, arrugó su rostro con descontento, como si no creyera en lo que Doran mencionaba.
—Como usted diga —mencionó con tolerancia. Pero, para intentar hacer recapacitar a Doran, como una sutil sugerencia dijo —: será un poco más difícil de evaluarlos así
La forma escueta de Doran para responder a preguntas clave y su forma de explayarse en pequeñeces, incomodo a mi buen ánimo que, cargado de inseguridades, había buscado en la cita, eda seguridad que nuestra convivencia no nos la daba. Pero me encontré con un lado menos voluntarioso y mucho más molesto de Doran.
—Señora Holly, usted mencionó algo sobre la desconfianza. Dijo que no podía confiar en su marido. ¿Podría hablar más sobre esta situación?
El psicólogo, que cada vez demandaba información más íntima, exigió una explicación para mis arranques de sinceridad; pero, escondiéndome en la frialdad de las mentiras calculadas, con la seguridad que me daba la oratoria y mi entrenamiento político, respondí:
—Sí, puedo decirle que me he sentido i segura como mujer —hice una pequeña pausa para cavilar mejor mi respuesta —, siento que se ha perdido amor entre nosotros.
Adjudiqué mi inseguridad a la falta de amoe, para despistar a Doran de la intromisión de un tercero, quien, poco a poco, y gracias a la anonimidad de la cámara apagada, recuperaba la seguridad y su atención.
—Lo que puedo decir, es que, desde hace mucho, ella y yo no nos comportamos como una verdadera pareja. Dejamos de compartir la pasión para compartir la indiferencia. Pero puedo dar certeza de que aún la quiero, quizá no con la misma pasión de antes.
La inesperada iniciativa de Doran despertó los buenos gestos del doctor que, desde hacía unos minutos, se había conformado con la única versión que podía darle mis explicaciones.
—Usted, señora Holly, ¿qué siente por el señor Doran?
Lista para responder a la pregunta; pero improvisando ina respuesta, intenté buscar en mi cordura y no en mi sentimentalismo —bajo la mirada atenta de Doran— el verdadero concepto de nuestro amor y, añadiendo un poco de vocablo, respondí:
—Ha sido mi compañero de vida, tan solo por ello, es imposible no quererlo. Pero también puedo decir que nuestra relación se ha enfríado.
El doctor, que captó mi respuesta, anotó con rápidez, cada una de mis palabras. Mientras que Doran —poco acostumbrado a mis explicaciones— intentaba descifrar mis palabras y mi carácter.
En ese instante, —antes de indagar más en nuestros verdaderos conflictos —la puerta, que casi nunca estaba asegurada, se abrió y generó un fuerte golpe contra la pared.
—¡Al fin llegamos! —exclamó Blake, a quien su estado la nubló de recordar y respetar nuestra cita.
—¿Qué es eso? —preguntó el doctor un tanto prepcupado por meterse en nuestra vida privada, pero como nuestras cámaras permanecían apagadas, él poseía el derecho de preguntar.