Quien haya sido Dimitry Le Covanov en aquel jardín donde nos conocimos ya no lo es más. Ahora es frío, distante y parece odiarme. Su mirada y palabras no han vuelto a dirigirse desde que el cardenal nos casó. Tal vez porque no soy Trinity. La chica a la que él realmente ama y hubiera deseado casarse.
Al menos alguien se divierte aquí, mi prima Katrina yace sonrojada del rostro por danzar tanto con cuanto caballero se lo ofrece. No importa si no comprende el idioma, para ella el baile es más que suficiente lenguaje para conocer a alguien.
—Súbditos y súbitas —habla el rey, atrayendo la atención de todos. Se reincorpora de su asiento con su copa de vino que no ha dejado de servirse—. Nos llena de júbilo la unión entre mi hijo Dimitry y mi nueva hija Emmelina.
Todos aplauden con regocijo, pese que yo solo consiga preguntarme si todos los presentes incluyendo a su hijo saben de los términos en lo que este matrimonio cedió. Al menos puedo ver el fastidio de mi esposo en su mirada. No quiere esto tanto como yo y de alguna forma eso podría hacerlo un futuro aliado.
—Frente a la representación del rey de Ryunale, Su Majestad la reina Margaret y su hijo el príncipe Jerico Scarasi, declaro que has demostrado ser digna de pertenecer a los Le Covanov. Sé bienvenida a mi familia y como comienzo de ello, concédeme el honor de tu primer baile como una feralia más en estás tierras.
La mano de Su Majestad se mueve hacia el centro del salón. Con una sonrisa a medias hago lo que pide como si pudiera olvidar la resignación de su rostro una semana atrás al saber que ocuparía el lugar de mi hermana.
—Tu padre dijo considerarte su mejor hija. Prudente, recatada, sonriente y con una responsabilidad del deber incuestionable —el rey me murmura con la vista en los espectadores—. Cualidades que sin duda son apremiantes para lidiar con mi hijo.
¿Qué significaba eso último?
—Me permites a mi esposa, padre.
La grave voz de Dimitry me toma por sorpresa.
—Por supuesto —el rey sonríe al ver a su heredero en la pista. Lo ama, de eso no me cabe la menor duda.
«Ojalá el mío me hubiera amado lo suficiente para no entregarme a un reino y hombre desconocido»
Mis nudillos son besados por el padre de mi esposo antes de concederme a las frías yemas de sus dedos que tocan mi mano mientras la otra se posa a mi espalda para envolvernos al ritmo de la orquesta.
—Aprendiste los pasos —emite el príncipe con aburrimiento.
—Su madre me...
—¿Puede ser buena para controlar a las personas que le rodean? Sí.
—No quise decir...
—Y es nuestra reina, tu reina ahora también. No lo olvides. Ella puede ser aliada formidable, pero de enemiga... ¿no deseas averiguarlo o sí?
—No —susurro apenas.
—Excelente. Ahora disfrutemos de nuestro encantador primer baile y guardemos silencio.
Hago lo que pide hasta que la pieza termina y con ello, un anuncio llega:
—Mis señores y señoras, la noche sagrada ha llegado. Damas, sus presentes.
Observo como todas las mujeres del salón sacan un pequeño bolso de tela.
—¿Noche sagrada?
«¿Qué significa eso? Temo que ya lo sabes, Emmelina» me digo.
—Debiste ver cuando el magistrado, corte y feligreses observaban el acto. Grotesco ¿no lo crees?
El comentario del príncipe Le Covanov seguido de una sonrisa burlona no cae sobre mi gracia, por lo que me destino a lanzarle una mirada furtiva que disfruta. Era momento de entregarme a este desconocido.
—Adelante, Emmelina —la reina me ofrece su mano y hecho una mirada a mi madre, quién yace sentada sin saber como actuar por igual.
«Ella no puede hacer nada por ti. Le perteneces a la República de Feralia ahora. A sus reyes, a su príncipe»
De pronto, camino en dirección a la puerta del salón en el mismo instante que las cortesanas me lanzan los pétalos con esperanzas de enjendrar al próximo heredero de sus tierras.
Flores, pétalos, desflorar. Que apropiado nombrarla de esa manera por parte de los Feralios. Como si no supieran que haré esto en contra de mi voluntad como lo ejecutaron el resto de sus reinas y princesas que son usadas como monedas de interés político o social.
—Tu madre te dijo lo que pasaría esta noche, ¿cierto? —emite la reina Agnes.
—Sí.
—Excelente.
Nos detenemos en lo que supongo debe ser la alcoba de su hijo.
—Tus damas te alistaran.
—Puedo hacerlo sola.
Agnes se echa a reír.
-Tonterías, una futura reina no debe usar sus manos para cosas tan banales como esas -su mano se eleva para que una de sus doncellas traiga una bandeja con dos copas llenas de líquidos oscuros-. Bebe esto.
Me ofrece una de las copas.
—¿Qué es?
—Atraerá la fertilidad a tu cuerpo para esta noche, bébelo.
Su ceja se eleva ante mi tardanza.
«Vamos, Emm. No creo que estés en condiciones de negarte»
Recuerdo las palabras de su hijo no hace mucho espetadas con respecto a ella. No tengo más remedio que hacer lo que la reina pide y he de beber lo más asqueroso que he probado en toda mi vida. Una casi arcada llama a mi estómago de no ser que seguido de ello, me ofrece la segunda copa que contiene vino. Lo bebo sin restricción, pues necesito estar lo más ebria posible para poder tomar valor.
—Adelante, princesa.
La puerta se abre, revelando una muy amplia y elegante alcoba, en tonos cálidos con la chimenea crepitando con fulgor en la sala principal, sin embargo, su sobria decoración revela que no posee dueño.
Lo primero que pienso cuando el vestido de novia cae es que espero no descubran la bolsa secreta que contiene mi brebaje habitual.
«¿Habrá alguna reacción si lo mezclo con lo que bebí hace minutos? Solo existe una manera de averiguarlo»
—Déjenlo —ordeno a mis damas una vez que intentan llevarse el vestido.
Me obedecen, cepillan mi castaño y largo cabello y me dejan al pie de la cama antes de cerrar la puerta. Es entonces que corro en dirección lo único que me calmará. Vierto todo el contenido del pequeño frasco que alivia mis ataques, al tiempo que intento respirar. No funciona y lágrimas emergen de mis ojos. Tal vez si me lanzo desde el balcón evitaré este momento, pero soy cobarde o lo bastante inteligente, para no hacerlo.
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Editado: 11.10.2025