Elena

Capítulo 1: Horizontes lejanos y despedidas amargas

Era casi mediodía cuando Elena llegó a California en el barco que venía desde las Provincias Unidas del Río de la Plata, luego de seis meses de viaje. Mientras caminaba esperando su turno para desembarcar, sentía cómo su respiración se agilizaba a la vez que su cuerpo temblaba, y en su cabeza resonaban las palabras que su padre le dijo justo antes de partir:
"Elena, hija, hoy debes marcharte para encontrarte con tu nueva familia y lamentablemente yo ya no podré estar presente para cuidarte o defenderte, así que te pido que no olvides tu posición. Aunque ellos hayan decidido cumplir con el compromiso, no sobresalgas; debes tratar de vivir una buena vida. Tú estarás sola; por más que te traten bien, no serán incondicionales contigo. Bien sabes que tú no eres de su misma sangre y, debido a tu condición, debes ser sumisa y virtuosa. Aunque nosotros te hemos consentido, los demás no están obligados a hacerlo. Bueno, dicho esto, ya es hora de partir, así que con todo el dolor del alma te despido. Ve con la bendición de Dios, hija."
Al recordar esto, sus ojos se llenaron de lágrimas. Ya no volvería a ver a su familia y eso la asustaba.
Cuando desembarcó, se encontró con don Adolfo de Mendoza, un hombre mayor, no muy alto, cabello y barba blanca, ojos azules y de piel colorada. A su lado estaba una mujer mayor, extremadamente delgada y canosa.
—Bienvenida, hija. Espero que hayas tenido un buen viaje —dijo don Adolfo con su acento español bien marcado.
—Claro que sí, don Adolfo. Solo estoy un poco cansada por el viaje, pero ya se me pasará —contestó Elena, mirando hacia el suelo.
—Ya sé que es la primera vez que nos vemos, pero ya somos prácticamente familia, así que puedes llamarme padre si te parece bien —dijo don Adolfo mientras esbozaba una sonrisa.
—Claro que me parece muy bien —respondió Elena, sonriendo también. Inmediatamente preguntó—: Ah, por cierto, padre, ¿quién es la señora a su lado?
Don Adolfo, algo apenado, respondió:
—Ah, por supuesto, hija. Ella es la señorita Crescencia Augusta Ramires y, desde hoy, será tu institutriz —dijo, mientras hacía un gesto a la mujer para que se presentara.
—Mucho gusto en conocerla, señorita de la Quintana. Estoy a su disposición a partir de hoy —respondió Crescencia, quien también tenía un acento español marcado, mientras hacía una reverencia.
—Para mí también es un placer, y desde ya muchísimas gracias —contestó Elena con otra reverencia.
—Bien, dejemos ya las presentaciones y subamos a la carroza, que todavía debes cambiarte para la ceremonia.
Cuando llegaron a la posada, Crescencia se hizo cargo del aseo de Elena, peinándola, vistiéndola y maquillándola. Cuando el campanario dio las 4, ambas salieron rumbo a la iglesia, y don Adolfo las esperaba para llevarlas. Elena estaba demasiado nerviosa y un poco desconcertada, pues ya había pasado un rato y nadie había mencionado un detalle importante: su color de piel. Elena era mestiza y, lamentablemente, en la sociedad no era bien vista. En su pasado, había tenido muchos problemas por ello, y la sociedad era cruel con el mestizaje. Por ello, la joven había quedado prácticamente para vestir santos, ya que no tenía propuestas de matrimonio; el único que la cortejaba se aprovechó de su ingenuidad, haciéndole ilusiones y arrebatándole su castidad, un hecho que la aterrorizaba, porque según las costumbres de la época, Elena debía ser pura para contraer matrimonio, o sería repudiada y su familia perdería el honor.
Sinceramente, Elena aceptó marcharse de su país por despecho y para alejarse de su pasado, obedeciendo a sus padres, pero ahora no sabía qué hacer.
Cuando finalmente llegaron a la iglesia, entró acompañada del brazo de don Adolfo. Obviamente, los invitados notaron su color de piel. Sentía el peso de las miradas, sumado al temor de enfrentar al novio por no ser pura, lo que aceleraba su corazón.
Cuando se encontró con Francisco, quedó fascinada: era un joven alto, de 1,90 m, cabello oscuro, ojos verdes, piel colorada, amplia sonrisa y porte varonil.
Al acercarse al altar, Francisco la tomó de la mano y le hizo una reverencia. Elena se sintió aliviada, pero en su corazón existía temor por el momento de la intimidad, imaginando escenarios desfavorables si su esposo notaba que no era pura.
El cura preguntó:
—¿Y entonces acepta, señorita Suplicios?
Elena lo miró atónita y respondió apresuradamente:
—Lo siento, padre, estaba distraída. ¿Puede repetir la pregunta, por favor? Ah, y por favor, dígame Elena, que así es como me gusta que me llamen.
—Muy bien, hija —repitió el cura—. ¿Acepta usted al joven Francisco de Mendoza como su legítimo esposo, para honrarlo y respetarlo hasta que la muerte los separe?
—Acepto —dijo Elena.
—Ahora puede besar a la novia.
Él se acercó y la besó cálidamente. Cuando la ceremonia finalizó, ambos subieron al carruaje.




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