Elena

Capítulo 3— “Entre reproches y silencios”

Mientras terminaban de hablar, don Adolfo entró al salón con un porte solemne y, con una leve inclinación, confirmó que el matrimonio se había consumado de manera legítima. Un murmullo de satisfacción recorrió la sala, seguido de aplausos y risas, y pronto todos levantaron sus copas en un brindis efusivo celebrando el suceso.

Elena, mientras sonreía cortésmente y levantaba su copa, no pudo evitar notar algunas miradas y risitas contenidas entre las damas presentes. Era evidente que ciertas burlas flotaban en el aire, dirigidas a ella de manera sutil pero cruel: comentarios disfrazados de cumplidos que hacían alusión a su color de piel, a su procedencia o a su nacimiento. Cada gesto, cada suspiro fingido, le recordaba que, para algunas de ellas, su posición en la celebración era un tema de entretenimiento más que de respeto. A pesar de la festividad y de la alegría general, Elena sentía la punzada de esos juicios silenciosos, un recordatorio de que no todos celebraban su unión con Francisco de buena fe.

Cuando rayaba el alba, los invitados comenzaron a retirarse de a poco; algunos bostezaban, otros caminaban lentamente, disfrutando del último susurro de la noche. El salón, antes lleno de risas y murmullos, quedó silencioso y vacío. Finalmente, don Adolfo y los recién casados se dirigieron a sus habitaciones, con el cansancio reflejado en cada paso. La noche había sido larga, y el sueño, inevitable, los recibió como un manto cálido al que se abandonaron sin resistencia.

Se levantó Elena en horas de la siesta. Don Adolfo se había ido al campo a trabajar, mientras Francisco seguía durmiendo a su lado. Silenciosa, se incorporó, se vistió y salió a uno de los patios de la hacienda, llevando consigo una taza de té. Se sentó en una

mecedora y contempló el atardecer, dejando que la calma del momento la envolviera. Su vestido verde esmeralda resplandecía con los últimos rayos de sol, y el cabello recogido parcialmente, adornado con una horquilla elegante, le daba un aire de serenidad y belleza inalcanzable.

Al despertar, Francisco se levantó, se vistió y, al no encontrar a Elena a su lado, salió a recorrer la casa en busca de ella. Justo al encontrarse con Pedro, el peón de la hacienda, le preguntó:

—Pedro, ¿has visto a Elena?

Pedro, con tranquilidad, señaló hacia el patio:

—La señora está sentada allá, tomando té.

Francisco siguió la dirección indicada y la encontró allí, en el patio de la hacienda, meciéndose suavemente y mirando el horizonte, tan hermosa que parecía parte del paisaje. Su figura iluminada por el atardecer le causó una mezcla de asombro y admiración mientras se acercaba lentamente, sin interrumpir la calma del momento. Sus ojos la recorrieron por un instante, y aunque no lo comprendía del todo, hubo algo en su presencia que le hizo sentir una ligera inquietud, un interés apenas perceptible que aún no sabía cómo interpretar.
—Elena —dijo finalmente—. Pensaba que podríamos ir al pueblo. Hay que buscar tus baúles con la ropa que quedó en el cuartel y, de paso, comprar algunas cosas que necesites. También necesito conseguir unos libros y algunas cosas para mí.
Elena asintió, recogió su taza de té y se levantó. Juntos caminaron hacia el carruaje que los esperaba, sin que el aire entre ellos se sintiera tenso, sino más bien natural y tranquilo.
Cuando llegaron al pueblo, descendieron del carruaje y se adentraron en el mercado. Las calles estaban llenas de vida: vendedores pregonaban sus productos, niños corrían entre los puestos y el olor a pan recién horneado se mezclaba con perfumes de hierbas y especias. Caminaban sin prisa, observando los puestos, compartiendo comentarios ligeros y sin mayor formalidad.
De repente, Elena se detuvo frente a un pequeño puesto donde se exhibían aceites perfumados y fragancias exóticas. Los colores y aromas la atraparon por completo. Tomó varias muestras, aplicándolas suavemente sobre la piel y respirando profundamente cada aroma, dejando que los perfumes se mezclaran con el aire cálido del mercado.
Al cabo de unos momentos, se dio cuenta de que Francisco ya no estaba a su lado. Lo buscó con la mirada y lo vio caminando hacia una mujer hermosa que estaba en otro puesto cercano. Era una mujer de porte distinguido, con una presencia que parecía detener el tiempo a su alrededor. Su rostro, de rasgos finos y bien definidos, mostraba una expresión serena pero decidida, como si cada pensamiento suyo fuera una declaración de intenciones.
Su cabello oscuro estaba recogido con gracia bajo una mantilla negra que caía suavemente sobre su cabeza, dejando algunos mechones sueltos enmarcando su rostro. Llevaba un vestido rojo intenso, de corte elegante y ajustado en la cintura, que fluía con cada movimiento, mostrando un equilibrio perfecto entre gracia y firmeza. Su porte erguido y su mirada al frente transmitían una confianza serena, como si estuviera acostumbrada a ser observada y aceptara esa atención con una calma imperturbable.
Desde cierta distancia, Elena la observaba con atención, cuidándose de no ser vista. Vio cómo Francisco se acercaba a la mujer, y cuando la mujer lo alcanzó, él sonrió alegremente. Ambos se abrazaron y comenzaron a conversar con un aire despreocupado, casi como dos adolescentes compartiendo secretos y risas. Cada gesto y cada palabra parecían naturales, espontáneos, llenos de familiaridad.
Elena permaneció observando, sintiendo cómo cada momento confirmaba lo que no quería aceptar: Francisco nunca se había percatado de que ella no estaba a su lado. Jamás se volteó a verla, ni siquiera un instante. Media hora pasó mientras Elena lo observaba en silencio, y finalmente, al notar que seguía ignorando su ausencia, decidió tomar su propia determinación. Mientras se volvía caminando por entre la gente, escuchó un murmullo detrás de ella. Una voz femenina susurraba a otra: “Mestiza, tonta, trepadora… ¿cómo podía pensar que iba a robar el corazón de un hombre como Francisco? Sí, pobre ilusa, déjala. Las mujeres como ella no tienen futuro en una hacienda tan decente como los Rivera.”




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