Elena

Capítulo 4: “De lo que fuimos y ya no seremos”

En el carruaje camino a casa del amigo de Francisco, él no pudo aguantar más la curiosidad y le preguntó a Elena:

—Me gustaría saber más sobre tu historia antes de venir a California.

—Bien, todo comenzó —respondió Elena, con voz suave pero firme—. Tuve un amor en mi niñez… uno que juró tomarme como esposa cuando yo llegara a la edad casadera. Pero cuando cumplí veinte años, no me buscó.

—¿Estás hablando de mí, cierto? —preguntó Francisco, desconcertado—. ¿O sea… que estabas enamorada de mí?

—Así es —respondió Elena, con los ojos fijos en un punto invisible—. Estaba muy enamorada de ti, pero como dije antes, cuando cumplí veinte y tú no me buscaste, pensé que algo terrible te habría sucedido. Mi padre le escribió al tuyo y confirmó que estabas bien, que habías decidido no casarte por el momento… y en ese instante cayó sobre mí una desilusión profunda. —Hizo una pausa, conteniendo las lágrimas—. Cumplí veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro y veinticinco, y tu carta nunca llegaba. Parecía que me habías olvidado. Mi abuelo, resignado, me dijo que buscaría a otra persona, pues al parecer no te casarías conmigo, y yo, en mi corazón, me resigné a que nunca cumplirías tu promesa.

—Lo siento… no lo sabía —dijo Francisco, con los ojos brillosos—. No tenía idea de todo esto.

—Pero es algo de esperarse —replicó Elena, con un dejo de amargura—. ¿Has visto mi color de piel? Soy mestiza de pies a cabeza. ¿Quién, en una sociedad tan orgullosa de la pureza de sangre, casaría a una mestiza con su hijo? Santo cielo, somos los olvidados por Dios, la “sangre sucia” que llaman.

—Volviendo al tema —continuó, suavizando su voz—, cuando llegué a los veinticinco años, mis padres y abuelos buscaron un matrimonio decente para mí, pero no encontraron a nadie adecuado y no querían ceder a casar con alguien por debajo de nuestra posición. Otro año pasó, y llegué a los veintiséis. Por decisión propia, me resolví a quedarme en casa, a no salir salvo por estricta necesidad… hasta aquel día en que asistí al matrimonio de mi amiga Mariquita de Rodriguez Peña.

—Fuimos mis padres, mis abuelos y yo —dijo, con un suspiro—. Ellos tenían la esperanza de que encontrara a alguien adecuado, pero lo que hallé esa noche no fue más que un ser ruin y despreciable que hizo mi vida aún más miserable… dejándome manchada. Se llamaba Martín Mansilla. Aquella noche me invitó a bailar, y conversamos durante horas. Después de eso, no lo volví a ver por dos meses, y no dejaba de pensar en él. Para distraer mi mente, decidí salir con mi sirvienta Arami —“Cielito” en guaraní— al puerto a tomar café, mi café favorito, en la cafetería La Virginia. Y allí fue donde me lo encontré nuevamente. Fue él quien se acercó primero, y eso me hizo creer que yo le interesaba… ¡qué crédula fui!

—Nos seguimos viendo cada sábado —continuó Elena—, tomando café en el puerto, durante casi dos meses. Parecía que se estaba enamorando de mí… y yo, por supuesto, me enamoré de él.

Un día, llegó la carta de la esposa de mi tío, quien había fallecido por tuberculosis. Mis padres y abuelos tuvieron que viajar a Granada, dejando la casa a mi cuidado con mi

institutriz Amélie Laurent. Aquella noche, Martín se coló por el jardín para verme. Yo estaba sentada en el balcón, bordando junto a Arami. Al verlo escondido detrás del sauce, le hice una seña. Mandé a Arami a preparar café para introducirlo a la casa sin que nadie lo viera. Una vez dentro, lo llevé al estudio y, con el corazón agitado, le pregunté:

—¿Qué haces en mi casa? ¿Cómo supiste dónde vivo?

—Le pregunté a Mariquita, tu prima —respondió, con voz cálida y profunda—. Te he estado extrañando, Elena. Mi corazón se acelera al verte, y me duele cuando no estás. Paso mis días pensando en ti. Te has vuelto mi gran obsesión… Chaque nuit je rêve de te faire l'amour au clair de lune.

Francisco, sorprendido, lo interrumpió:

—¿Qué significa eso?

—Sueño todas las noches con hacerte el amor a la luz de la luna —respondió Elena, sonrojada pero con firmeza—.

—Vaya… suena muy romántico —dijo Francisco—. ¿Ambos hablan francés?

—Por supuesto —explicó Elena—. Nuestras familias eran amigas de los Dubois, y nos educaron con institutrices francesas. Por eso hablamos francés. —Su mirada se suavizó—. Me desarmó aquel momento… pensé que él estaba enamorado de mí… ¡qué ilusa!

De repente, Arami tocó la puerta. Como alma que lleva el diablo, escondí a Martín bajo el escritorio.

—¿Su café lo dejo aquí? —preguntó la sirvienta.

—No, llévalo a mi habitación. Luego puedes retirarte —dijo Elena—.

Martín salió de su escondite, y al mirarla, su rostro se iluminó:

—Menudo susto —dijo, sonriendo—. Elena, eres la mujer más hermosa que he visto: tu sonrisa perlada, tus ojos indios, tu piel morena, tu cabello ondulante… y tu gracia natural.

Se acercó lentamente, tomó su rostro entre sus manos y me besó. El beso fue intenso, cargado de deseo contenido. Mis manos buscaron las suyas, aferrándome a él. Sus dedos recorrieron mi cuello, mis hombros, mis brazos, con una suavidad que contrastaba con la urgencia de su deseo.

Con delicadeza y pasión, me desvistió lentamente, explorando mi piel desnuda con sus manos. Cada caricia me hacía estremecer, encendiendo un fuego que parecía consumirnos. Nos abrazamos, nuestros cuerpos buscándose, el calor y el deseo mezclados con ternura. Sus labios seguían sobre los míos, susurrando palabras de promesa y amor.

Nos entregamos a aquella pasión contenida durante meses, permitiendo que el tiempo desapareciera mientras nuestras respiraciones se mezclaban, nuestros corazones latían al unísono y cada caricia hablaba más que cualquier palabra. Cuando la intensidad cedió, nos abrazamos suavemente, exhaustos y felices, con la certeza de que ese amor no se rompería jamás.

Después de aquella noche, Martín se marchó, y durante días no supe nada de él. Pasó una semana, luego otra, y mi corazón no encontraba consuelo. La desesperación me llevó al puerto, esperando verlo entre la bruma y el murmullo de las olas, pero no había rastro de él.




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