Elena

Capítulo 5: “La semilla y el fuego”

Al entrar, Francisco y Elena fueron recibidos con un aire de dignidad y hospitalidad que impregnaba toda la casa. José Antonio, robusto y amable, los condujo hacia el salón principal, donde la luz del atardecer se filtraba por los altos ventanales, iluminando alfombras tejidas a mano, muebles de madera noble y tapices que contaban historias de la familia.

María Luisa Álvarez de Toledo los esperaba con una sonrisa serena y cálida. Su vestido, sencillo pero de impecable corte, resaltaba su porte elegante y su gracia natural. Cada gesto suyo estaba medido con delicadeza: la inclinación de su cabeza al saludar, la forma en que ofrecía la mano a Elena, y su sonrisa que transmitía tanto cordialidad como tranquilidad. Había algo en su presencia que invitaba a confiar sin esfuerzo.

—Elena, qué gusto conocerte —dijo María Luisa con voz suave—. Espero que tu viaje haya sido cómodo y que encuentres nuestra casa agradable.

Elena respondió con un leve asentimiento, todavía cautelosa, aunque impresionada por la serenidad y calidez de la mujer. Francisco, a su lado, se mantenía firme y atento, pero su gesto reflejaba más obligación que sentimiento, y Elena lo notó de inmediato.

José Antonio, con una sonrisa franca, intervino:

—Les hemos preparado algo ligero para descansar del viaje. Después podrán acomodarse en las habitaciones que hemos dispuesto para ustedes.

Mientras avanzaban hacia un amplio comedor adornado con candelabros y mesas de madera tallada, Elena no pudo evitar observar cómo Francisco interactuaba con sus anfitriones: cortés, atento, pero medido, como si cada acción obedeciera a un compromiso más que a un sentimiento genuino.

Aun así, algo empezaba a cambiar dentro de ella. Elena sentía que su corazón se inclinaba hacia él, aunque su mente le recordara que la promesa que le había hecho estaba teñida de obligación, no de amor. Cada vez que sus manos se rozaban al caminar o sus miradas se encontraban brevemente, sentía un calor extraño que no podía ignorar, y al mismo tiempo, un miedo sordo a confiar demasiado.

María Luisa, percibiendo la tensión entre ellos, los observaba con discreta amabilidad, como si entendiera sin palabras que bajo la formalidad existían emociones complejas que necesitaban tiempo y paciencia.

—Espero que se sientan cómodos aquí —dijo, con una sonrisa que parecía capaz de calmar cualquier inquietud—. Esta es su casa mientras estén con nosotros.

Elena inclinó ligeramente la cabeza, intentando mostrar gratitud, aunque por dentro todavía dudaba de todo. Y Francisco, consciente de cada gesto suyo, respiró hondo y decidió

mantener la promesa, aunque aún no comprendiera del todo los sentimientos que empezaban a surgir en su propio corazón.

Después del almuerzo, cuando el sol comenzaba a descender y la brisa se volvía más suave, Elena y María Luisa salieron a caminar por los jardines de la hacienda. El aire olía a romero y a madreselva; los senderos de grava crujían suavemente bajo sus pasos, y las sombras de los olivos y naranjos se alargaban sobre el suelo. A lo lejos, el sonido de una fuente de piedra acompañaba su conversación con un murmullo constante.
María Luisa caminaba con elegancia natural, sosteniendo con delicadeza el abanico de marfil que llevaba consigo. De tanto en tanto lo abría y lo agitaba con suavidad, más por costumbre que por calor. Elena, en cambio, iba algo más callada, pensativa, mirando el movimiento de las hojas cuando el viento las tocaba.
Fue María Luisa quien rompió el silencio con la delicadeza de quien mide cada palabra antes de pronunciarla.
—Elena —dijo con voz amable—, no deseo parecer entrometida, pero… he notado cierta fricción entre tú y Francisco. ¿Está todo bien entre ustedes?
Elena se detuvo unos segundos. Bajó la vista hacia el sendero y respiró profundamente antes de responder.
—Está bien… —dijo al fin, con una sonrisa débil—. No te preocupes, no lo tomes como entrometimiento. Al contrario… me sirve que me preguntes. Tal vez necesite que alguien me escuche, que me aconseje.
María Luisa le dedicó una sonrisa cálida y sincera.
—Estaré encantada, querida. Puedes confiar en mí.
Elena asintió, y mientras reanudaban la caminata, comenzó a hablar, al principio con voz vacilante, luego con una mezcla de tristeza y alivio por poder finalmente decir lo que guardaba en el alma.
—La verdad es que estoy viviendo una situación muy difícil —confesó—. Francisco y yo nos casamos por una promesa incumplida, más que por amor. Él me ha prometido cuidarme, y sé que lo dice con buena intención, pero… —hizo una pausa, mirando al horizonte donde el campo se extendía hasta perderse de vista—, pero no siento que su corazón esté conmigo.
María Luisa guardó silencio, atenta, respetuosa, mientras el sonido del viento agitaba suavemente las ramas de los naranjos y el aroma cítrico llenaba el aire.
Elena continuó, con la voz un poco más baja:
—Y ahora… ha regresado su primer amor.
María Luisa la miró con un leve gesto de comprensión.
—Sí, estoy enterada de ello —dijo con cautela—. Y, en confianza, también conozco la historia de ese romance. Ambos eran muy jóvenes, pero lo que sintieron fue profundo.
—Sí, lo sé —respondió Elena con un suspiro—. Me lo contó él mismo mientras veníamos hacia aquí. Lo hizo con sinceridad, pero… —sus ojos se humedecieron ligeramente—, sinceramente estoy con miedo. No sé si podré soportar vivir a la sombra de ese pasado. Hay momentos en que pienso en renunciar a todo, regresar a casa y dejar que la vida siga su curso. Porque… —hizo una pausa larga, mirando las flores que crecían junto al sendero—, es difícil olvidar al primer amor.
María Luisa se detuvo y le tomó la mano con suavidad.
—Elena —dijo con tono maternal y afectuoso—, el amor es caprichoso y muchas veces llega cuando menos se lo espera. No desesperes. El corazón de un hombre puede tardar en entender lo que siente, pero la bondad y la paciencia siempre dejan huella. No renuncies todavía.
Elena la miró con los ojos brillantes, sintiendo que, por primera vez desde su llegada, alguien comprendía realmente su situación.
—Gracias, María Luisa —dijo apenas en un susurro—. Necesitaba escuchar eso.
Caminaron un rato más en silencio, dejando que el murmullo del agua y el canto de los pájaros llenaran el espacio entre ellas. La tarde caía lentamente, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados, mientras en el aire quedaba flotando la promesa de una nueva esperanza, aunque todavía envuelta en duda y dolor.




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