Elena

Capítulo 6: “Los Ecos de la Lavanda Perdida”

El sol del mediodía caía sobre el patio central de la hacienda. La brisa movía suavemente las enredaderas que trepaban por las columnas, y el sonido del agua de la fuente llenaba el aire con una calma casi hipnótica.

Elena estaba sentada en una silla de madera, bajo la sombra de un limonero, tejiendo con hilo claro. Sus dedos se movían con destreza, pero su mente vagaba lejos, perdida entre pensamientos y silencios.

De pronto, la voz de Crescencia rompió la quietud.

—Señorita, el almuerzo está listo. Don Adolfo la espera en el comedor.

Elena levantó la vista y asintió.

—Gracias, Crescencia. Iré enseguida.

Dejó el tejido con cuidado sobre la mesa de piedra y siguió a la criada por el corredor. Al entrar al comedor, notó de inmediato la ausencia de Francisco. Solo don Adolfo se encontraba allí, sentado en su lugar habitual, revisando algunos papeles antes de comenzar a comer.

—¿Y Francisco? —preguntó Elena con naturalidad, aunque una ligera inquietud la acompañó.

Don Adolfo levantó la vista y sonrió con amabilidad.

—Salió hace un momento al pueblo, querida. Tenía un compromiso importante que debía cumplir.

Elena asintió, aunque la respuesta le dejó un ligero sabor de vacío. Se sentó frente a él y comieron en calma, intercambiando palabras corteses. Después, cuando terminaron, Don Adolfo se levantó con su habitual energía.

—Hija mía, debo ir al campo. Hay trabajo que no puede esperar. Nos veremos más tarde.

—Claro, padre —respondió Elena con una sonrisa—. Cuídese, por favor.

Lo acompañó hasta la puerta principal. Mientras él se despedía, un carruaje se detuvo frente a la hacienda. Elena levantó la vista y reconoció de inmediato la figura elegante de María Luisa Álvarez de Toledo, que descendía con la misma gracia serena de siempre.

—María Luisa —dijo Elena, sorprendida y complacida.

La visitante se acercó, haciendo una leve reverencia.

—Querida Elena, qué alegría verte. Espero no interrumpir.

Don Adolfo, siempre cortés, saludó inclinando la cabeza.

—Señora Sepúlveda, bienvenida. ¡Cuánto tiempo sin verla! Es un honor tenerla aquí.

—El gusto es mío, don Adolfo —respondió ella con amabilidad—. Espero que todo esté bien en la hacienda.

—Muy bien, gracias. Pero ahora debo ir al campo; el trabajo me llama. Las dejo, damas. Nos veremos en otra ocasión.

Ambas mujeres hicieron una ligera inclinación mientras el carruaje de Don Adolfo se alejaba por el camino de tierra.

María Luisa volvió su atención a Elena, con una sonrisa que irradiaba afecto.

—Querida, vine a buscarte para ir al pueblo. No sé si estás ocupada, pero ha llegado un nuevo cargamento de telas y pensé que podríamos ir juntas a verlas. Quizás encuentres alguna que te guste.

Elena sonrió, algo sorprendida, pero complacida por la invitación.

—Qué buena idea. Justamente estaba pensando en renovar algunas cosas.

—Entonces, está decidido —dijo María Luisa alegremente—. Anda, avisa a Crescencia y prepárate. No podemos dejar que las mejores telas se las lleven otras.

Elena soltó una pequeña risa, la primera en varios días. Entró de nuevo a la casa, habló con Crescencia para informarle de su salida y, poco después, ambas mujeres subieron al

El sol brillaba alto, y el aire olía a verano y a promesa de conversación sincera entre amigas. Mientras el carruaje se ponía en marcha, Elena, mirando hacia la distancia, no podía evitar preguntarse si aquel día traería consigo algo más que simples telas.

Elena y María Luisa habían llegado a la tienda de telas con entusiasmo. Las paredes estaban llenas de estantes repletos de rollos de seda, lino y algodón, y el aroma de los tejidos recién lavados llenaba el aire. Mientras María Luisa se movía con naturalidad, probándose las telas y evaluando los colores, Elena observaba con cuidado a las demás damas que se encontraban allí.

El tendero los atendió con cortesía, ofreciéndoles los mejores materiales y respondiendo a cada consulta con amabilidad. Sin embargo, Elena no podía dejar de notar las miradas de reojo que algunas mujeres le lanzaban: gestos de desdén apenas disimulados por su

mestizaje. Su corazón se encogía con cada mirada, pero mantenía la compostura, obligándose a caminar con dignidad mientras examinaba los tejidos.

María Luisa, ajena a las miradas hostiles y completamente concentrada en sus elecciones, sostenía rollos de seda frente a su rostro, evaluando el color y la textura.

—Creo que este azul será perfecto para un vestido de verano —dijo, sonriendo mientras se movía entre los estantes.

Elena, por su parte, eligió cuidadosamente sus telas, evitando que la intimidaran las miradas de otras damas. Cuando terminaron, María Luisa pagó y pidió que todas sus telas fueran enviadas a la hacienda de los Sepúlveda. Elena hizo lo mismo, solicitando que sus telas se enviaran a la hacienda Mendoza.

—Perfecto —dijo el tendero mientras anotaba los pedidos—. Todo llegará sin problemas.

Ambas salieron de la tienda contentas, caminando por las calles polvorientas del pueblo. La brisa movía los pliegues de sus vestidos y los carruajes y caballos pasaban a su lado, levantando nubes de polvo que se mezclaban con el aroma de las panaderías cercanas. Conversaban tranquilamente, comentando sobre las telas y la moda del momento, intentando mantener el ánimo en alto.

Mientras caminaban por las calles del pueblo, Elena vio a lo lejos algo que le heló el corazón. En un pequeño callejón entre unas casas, Francisco estaba inclinado hacia Rosario, besándola. Elena sintió como si agua helada cayera lentamente desde su cabeza hasta sus pies, y su pecho se encogió con un dolor profundo e inmediato.

María Luisa, al percatarse de la escena, se tensó y estaba a punto de reaccionar con indignación.

—¡Debemos ir! —exclamó con enojo—. Se están burlando de ti, ese par de infieles.

Pero Elena la detuvo suavemente con un gesto de la mano.




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