Elena

Capítulo 7: “Entre el pudor y la llama”

Al escuchar la noticia, Francisco sintió como si el suelo se hubiera abierto y lo estuviera absorbiendo. Reaccionó rápidamente y se negó rotundamente. Tomó a Elena del brazo, atrayéndola hacia su cuerpo, tomó la quijada de Elena con sus dedos y la besó. Ella se perdió por un instante, dejándose llevar, pero al cabo de unos segundos reaccionó, abrió los ojos e intentó empujarlo hacia atrás, aunque el agarre de Francisco era demasiado fuerte, lo cual le impedía desprenderse de él.

Francisco continuó alzando a Elena y acostándola sobre la cama. Cuando se quitó su ropa, siguió junto a ella. Esto hizo que la mente de Elena se perdiera en el momento, sin reaccionar, pues de cierta forma ella no deseaba que se detuviera, así como él también la deseaba a ella. Allí, en la intimidad de aquella habitación, se consumieron entre sí como dos lenguas de fuego entrelazadas; él recorrió a Elena con su boca de los pies a la cabeza, la acarició, le susurró al oído y permaneció junto a ella, sin querer desprenderse.

Cuando terminaron y estaban demasiado exhaustos, Francisco la recostó sobre su pecho y le dijo:

—Por favor, no me abandones. Estoy dispuesto a intentarlo si te quedas a mi lado. —Hizo una pausa, abrazándola con intensidad—. Por favor, no quiero que te vayas.

Eso desequilibró a Elena, convenciéndola de quedarse, por lo que respondió:

—De acuerdo. No me iré.

Estuvieron durante un largo tiempo en un silencio cómodo, sin decir nada, simplemente acariciándose y abrazados. Fue allí cuando Francisco sintió que por fin había podido liberar lo que tanto tiempo venía conteniendo. Al estar junto a Elena, sintió que dejaba salir todo el deseo y la pasión que había reprimido; no quiso guardarse más nada, no quiso restringirse más. Quiso amarla sin medidas, entregarse a ese sentimiento con toda la intensidad que llevaba dentro.

De repente, Francisco rompió aquel silencio con voz firme, aunque suave:

—Elena, quiero que te laves y te vistas, así desayunamos, porque luego vamos a salir.

Elena asintió y, con la ayuda de una sirvienta, se lavó cuidadosamente. Después se cambió, poniéndose un miriñaque color vino, una mantilla negra y varias horquillas doradas en el cabello, cada detalle elegido con cuidado, como reflejando la seriedad del día que comenzaba.

Cuando se sentó a la mesa para desayunar, se encontraron con don Adolfo, que ya iba de salida al campo. Se acercó a despedirse y, mirando a su hija con afecto, le dijo:

—Hija, le di dinero a Francisco para que te lo entregue a ti, así tengas para tus gastos personales.

Elena hizo una reverencia y respondió con respeto:

—Gracias, padre. Le deseo que tenga una buena jornada.

Luego, ambos se dispusieron a desayunar. La comida transcurrió en silencio, pero no en

tensión; había una calma contenida, la sensación de que podían disfrutar de la presencia del otro sin necesidad de palabras.

Al terminar, Elena y Francisco se dirigieron al carruaje. Su destino era la hacienda de los Sepúlveda. Francisco había decidido acompañarla personalmente porque se había enterado de que Elena había estado con María Luisa cuando ocurrió aquel malentendido en el pueblo, y quería ofrecer algunas explicaciones directamente, antes de que los rumores se malinterpretaran.

El carruaje avanzaba por el camino polvoriento hasta llegar a la imponente hacienda de los Sepúlveda. Las torres y los ventanales de madera pulida brillaban bajo el sol de la mañana, mientras los jardines bien cuidados daban la bienvenida a los visitantes.

Al descender del carruaje, Francisco ofreció su brazo a Elena y caminaron hacia la entrada principal. Al verlos, María Luisa no perdió tiempo: con un rápido movimiento desenvainó la espada que siempre llevaba colgada a la cintura de su esposo y la apuntó directamente hacia Francisco.

—¡Por desgraciado! —exclamó, con los ojos chispeando de furia—. ¡Si no hubieras traído a Elena, te cortaría la lengua de inmediato!

José Antonio apenas pudo contener una sonrisa, mientras Francisco levantaba las manos en señal de paz, intentando calmar la escena:
—María Luisa… te ruego, es un malentendido.
María Luisa, con la espada todavía firme, frunció el ceño, asegurándose de que Francisco entendiera la seriedad de su amenaza.
—Entonces —dijo Francisco con voz firme—, debo aclarar algo de inmediato: no fui yo quien besó a Rosario. Ella se me abalanzó por sorpresa. Lo que ocurrió no fue nada noble de mi parte, y jamás haría daño a Elena de esa manera. No le fallaría así, ni en el pasado ni ahora.
María Luisa lo observaba, cruzando los brazos y levantando una ceja, todavía desconfiada, pero algo divertida por la teatralidad de su propio gesto. Elena permanecía en silencio, con la mirada fija en el jardín, intentando procesar la tensión del momento.
José Antonio, con una sonrisa socarrona, rompió el silencio:
—¡Vaya recibimiento para los visitantes! María Luisa nunca deja pasar la oportunidad de asegurarse de que todos entiendan quién manda en esta casa.
Francisco suspiró, esbozando una leve sonrisa, mientras Elena contenía otra sonrisa. La espada finalmente fue guardada, y con un leve alivio, los cuatro ingresaron a la mansión, cada uno con sus pensamientos y emociones, listos para una conversación larga y necesaria.

Al escuchar la noticia, Francisco sintió como si el suelo se hubiera abierto y lo estuviera absorbiendo. Reaccionó rápidamente y se negó rotundamente. Tomó a Elena del brazo, atrayéndola hacia su cuerpo, tomó la quijada de Elena con sus dedos y la besó. Ella se perdió por un instante, dejándose llevar, pero al cabo de unos segundos reaccionó, abrió los ojos e intentó empujarlo hacia atrás, aunque el agarre de Francisco era demasiado fuerte, lo cual le impedía desprenderse de él.
Francisco continuó alzando a Elena y acostándola sobre la cama. Cuando se quitó su ropa, siguió junto a ella. Esto hizo que la mente de Elena se perdiera en el momento, sin reaccionar, pues de cierta forma ella no deseaba que se detuviera, así como él también la deseaba a ella. Allí, en la intimidad de aquella habitación, se consumieron entre sí como dos lenguas de fuego entrelazadas; él recorrió a Elena con su boca de los pies a la cabeza, la acarició, le susurró al oído y permaneció junto a ella, sin querer desprenderse.
Cuando terminaron y estaban demasiado exhaustos, Francisco la recostó sobre su pecho y le dijo:
—Por favor, no me abandones. Estoy dispuesto a intentarlo si te quedas a mi lado. —Hizo una pausa, abrazándola con intensidad—. Por favor, no quiero que te vayas.
Eso desequilibró a Elena, convenciéndola de quedarse, por lo que respondió:
—De acuerdo. No me iré.
Estuvieron durante un largo tiempo en un silencio cómodo, sin decir nada, simplemente acariciándose y abrazados. Fue allí cuando Francisco sintió que por fin había podido liberar lo que tanto tiempo venía conteniendo. Al estar junto a Elena, sintió que dejaba salir todo el deseo y la pasión que había reprimido; no quiso guardarse más nada, no quiso restringirse más. Quiso amarla sin medidas, entregarse a ese sentimiento con toda la intensidad que llevaba dentro.
De repente, Francisco rompió aquel silencio con voz firme, aunque suave:
—Elena, quiero que te laves y te vistas, así desayunamos, porque luego vamos a salir.
Elena asintió y, con la ayuda de una sirvienta, se lavó cuidadosamente. Después se cambió, poniéndose un miriñaque color vino, una mantilla negra y varias horquillas doradas en el cabello, cada detalle elegido con cuidado, como reflejando la seriedad del día que comenzaba.
Cuando se sentó a la mesa para desayunar, se encontraron con don Adolfo, que ya iba de salida al campo. Se acercó a despedirse y, mirando a su hija con afecto, le dijo:
—Hija, le di dinero a Francisco para que te lo entregue a ti, así tengas para tus gastos personales.
Elena hizo una reverencia y respondió con respeto:
—Gracias, padre. Le deseo que tenga una buena jornada.
Luego, ambos se dispusieron a desayunar. La comida transcurrió en silencio, pero no en tensión; había una calma contenida, la sensación de que podían disfrutar de la presencia del otro sin necesidad de palabras.
Al terminar, Elena y Francisco se dirigieron al carruaje. Su destino era la hacienda de los Sepúlveda. Francisco había decidido acompañarla personalmente porque se había enterado de que Elena había estado con María Luisa cuando ocurrió aquel malentendido en el pueblo, y quería ofrecer algunas explicaciones directamente, antes de que los rumores se malinterpretaran




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