Elena

Capítulo 8: “Entre hilos y plegarias”

El amanecer siguiente iluminó suavemente la hacienda. Los rayos de sol atravesaban las cortinas de la habitación, reflejando destellos dorados sobre los muebles de madera pulida. Elena despertó con la sensación cálida y tranquila que dejaba la intimidad de la noche anterior; su corazón aún recordaba la cercanía de Francisco, y por un momento sonrió al pensar en cómo había cambiado todo entre ellos. Aunque ambos habían compartido un instante de pasión, se percibía un vínculo más profundo, silencioso, que ahora se reflejaba en cada gesto, en cada mirada y en la seguridad de estar juntos.
Tras el desayuno, Francisco se preparó para acompañar a don Adolfo al campo. Elena quedó sola en la hacienda, un silencio que le permitió disfrutar de la calma del hogar. Cuando llegó la hora de la comida, almorzó sola, pues ambos no regresaron ese día. Después de comer, tomó nuevamente su lugar en la mesa de piedra del patio, al aire libre, para continuar con su tejido. Se dedicaba a terminar un chal, concentrada en el entrelazado de los hilos, mientras la brisa acariciaba suavemente su rostro.
De repente, escuchó pasos apresurados. Era María Luisa, que llegó emocionada, con el rostro iluminado por la alegría.
—¡Querida, querida! —exclamó a gran voz—. ¡Tengo grandes noticias para ti!
Elena levantó la mirada, sonriendo con curiosidad:
—Por favor, dime qué es, me tienes muy ansiosa.
María Luisa, con entusiasmo, respondió:
—Rosario hoy se ha marchado del pueblo. Se fue para Monterrey con su esposo, y al parecer no tiene retorno; no volverá a San Capistrano. Se quedará allá.
Elena sintió que un torrente de alegría brotaba en su interior. Por un instante tuvo ganas de gritar, de saltar y vociferar de felicidad, pero contuvo su expresión. Con una sonrisa tranquila y elegante, respondió:
—Estoy muy feliz… muchas gracias por la noticia, mía.
María Luisa la miró, intrigada:
—Pero es una noticia estupenda… ¿por qué no estás saltando de alegría?
Elena bajó un poco la vista, con serenidad y firmeza:
—Tú sabes mi condición en esta casa. Aún no me siento cómoda como para expresarme demasiado. Además, tú sabes que las paredes tienen oídos. No puedo actuar de manera que dé pie a chismes o que me deje mal parada. Debo ser elocuente y tratar de no sobresalir.

Al escuchar esto, María Luisa sintió pena por su amiga, la miró con tristeza y dijo:

—Ay, querida, me da mucha pena que te encuentres en esta situación, sintiéndote como forastera en tu propia casa. Me gustaría verte un poco más libre.

Elena le ofreció una mueca de felicidad tranquila y respondió:

—Tranquila, mientras pueda vivir mis días en paz, cualquier sacrificio es poco.

María Luisa, con una sonrisa comprensiva, asintió:

—Está bien. Si para ti esto es suficiente, yo estoy feliz por ti. Ahora me retiro, debo ir a la iglesia del Padre Tomás a confesarme.

Elena levantó la vista con interés:

—¿Puedo acompañarte? También quisiera confesarme con el Padre Tomás y pedir una bendición especial.

—De acuerdo, querida —respondió María Luisa—, puedes venir conmigo, pero debemos ir inmediatamente, ya voy retrasada.

—Bien —dijo Elena—, voy por mi chal y mi mantilla, los he dejado en la habitación y bajo de inmediato.

—Está bien —respondió María Luisa—, te esperaré dentro del carruaje.

Elena subió rápidamente a su habitación, tomó su chal y la mantilla, y bajó sin perder tiempo. Al entrar en el carruaje, María Luisa la esperaba con una sonrisa, y ambas partieron hacia la iglesia del pueblo, conversando con emoción y anticipación sobre la bendición que recibirían y sobre la tranquilidad que la ausencia de Rosario traería a sus vidas.

El carruaje se detuvo frente a la iglesia de San Capistrano, una construcción de piedra clara, bañada por la tibia luz de la tarde. El sonido de las campanas se mezclaba con el murmullo de los árboles que rodeaban el templo, y un grupo de golondrinas surcaba el cielo, volando bajo, como si acompañaran el silencio reverente del lugar.

Cuando María Luisa y Elena descendieron del carruaje, notaron al padre Tomás en el jardín trasero de la iglesia. Allí, bajo la sombra de unos naranjos, conversaba con dos indios que recogían las frutas caídas al pie de los árboles. Al verlas llegar, el sacerdote sonrió afablemente y, limpiándose las manos en su sotana, se adelantó a recibirlas.

—Bienvenidas, hijas mías —saludó con su voz pausada y serena—. Qué alegría verlas por aquí.

Ambas hicieron una ligera reverencia.

—Padre Tomás —respondió María Luisa con su tono dulce—, venimos a confesarnos, si no es mucha molestia.

—Por supuesto, hija —dijo el sacerdote—. Entren, la casa del Señor siempre está abierta para quien busca alivio y guía.

El padre Tomás las condujo hacia el interior de la iglesia. El aire fresco del templo contrastaba con el calor exterior; el aroma a incienso y cera derretida llenaba el ambiente, mientras los rayos de sol atravesaban los vitrales proyectando colores suaves sobre el piso de piedra.

María Luisa fue la primera en confesarse. Elena esperó pacientemente, sentada en uno de los bancos, observando el altar iluminado y las flores frescas dispuestas frente a la imagen de la Virgen. Cerró los ojos unos instantes, dejando que su mente se aquietara, hasta que escuchó la voz del sacerdote llamándola.

—Hija, puedes pasar —le dijo amablemente.

Elena se levantó y caminó hacia el confesionario. Se arrodilló con serenidad y, al otro lado del enrejado, escuchó la voz tranquila del padre Tomás.

—Dime, hija, ¿cómo te has sentido desde la última vez que conversamos? ¿Lograste resolver aquello que te preocupaba?

Elena sonrió apenas, con humildad.

—Sí, padre. Gracias a sus consejos, pude hallar la calma y el entendimiento. He pasado por muchas pruebas, pero creo que, finalmente, la paz empieza a instalarse en mi hogar.

Y con voz suave, comenzó a narrar los sucesos vividos en los últimos días: las dificultades, los silencios, los malentendidos, y cómo poco a poco todo había encontrado un cauce de serenidad. El padre Tomás escuchó sin interrumpirla, asintiendo de vez en cuando con una expresión de sincero interés.




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