Elena

Capítulo 9: “A la orilla de lo que somos”

El primer año de matrimonio pasó como un suspiro. Los primeros meses fueron un ensueño: Francisco parecía vivir solo para ella. Cada día encontraba una forma distinta de demostrarle su afecto —ya fuera con flores frescas, serenatas improvisadas o cartas donde desbordaba ternura—. Incluso había escrito a su suegra para conocer sus platos favoritos de las Provincias Unidas del Río de la Plata, y hacía que la cocinera los preparara para sorprenderla. La llevaba a pasear bajo la luna, montaban juntos a caballo, reían, y cada noche, el amor parecía renovarse.
Pero con el paso de los meses, las atenciones empezaron a volverse menos frecuentes. Las jornadas de Francisco se alargaron, y su presencia se volvió más escasa. En lugar de su voz o sus caricias, Elena encontraba por las mañanas una nota con una flor sobre la mesa de noche. Todavía se esforzaba por mostrarse cariñoso, pero la intensidad de antes parecía desvanecerse poco a poco.
Hacia la mitad del año, los paseos cesaron. Francisco pasaba la mayor parte del tiempo en el despacho, y con frecuencia dormía allí o en otra habitación, alegando cansancio. Las noches de pasión se hicieron raras, y el silencio empezó a llenar los espacios que antes rebosaban de risas y complicidad.
Elena, al notarlo, comenzó a preguntarse cosas que no se atrevía a decir en voz alta.
“¿Será que se cansó de mí?”, pensaba en las noches solitarias.
“¿O tal vez sólo se le pasó la emoción del principio?”
A veces intentaba convencerse de que todo estaba bien, que Francisco la seguía amando, que los hombres simplemente eran distintos. Pero, otras veces, la duda le pesaba. “¿Estaré haciendo algo mal? Quizás soy yo… o quizás simplemente me estoy haciendo demasiado a la cabeza.”
Cuando el año llegó a su fin, ya casi no quedaban rastros de aquella pasión inicial. Francisco se había vuelto distante, absorto en sus asuntos. Y aunque seguía cumpliendo su papel de esposo con corrección, Elena sentía que algo esencial se había roto. En su interior, un vacío crecía lento, silencioso, como una herida que no se ve pero que duele igual.

Crescencia había empezado a notar los cambios en Elena: su presencia cada vez más ausente, su ánimo apagado, sus largas caminatas al monte que terminaban solo al anochecer. Preocupada, decidió hablar con Francisco y explicarle lo que estaba observando.
Al escucharla, Francisco comprendió la magnitud del distanciamiento que se estaba produciendo. Esa misma tarde, decidió hablar con Don Adolfo.
—Padre —le dijo—, creo que hoy será mejor que usted vaya solo al campo. Hay asuntos en la casa que necesito atender… y siento que no estoy pasando suficiente tiempo con Elena.
Don Adolfo asintió, con una mirada grave y protectora.
—Tienes razón, hijo. Debes cuidarla más; es una muchacha frágil, pero también una gran mujer. No se encuentra a una como ella fácilmente. Cuídala, y recuerda la promesa que me hiciste: trátala con bondad.
—No podría mirarme al espejo si llegara a hacerle daño —respondió Francisco con voz firme.
Don Adolfo comprendió la seriedad de sus palabras, hizo una inclinación y se retiró. Francisco se quedó solo en la casa, buscando a Elena, pero no la encontró. Crescencia le comentó:
—Señora siempre sale al campo a esta hora. Va al monte a caminar y a veces no vuelve en todo el día. Solo regresa a altas horas de la noche, y aun así, a veces no se queda en casa.
Decidido, Francisco salió hacia el monte a buscarla. La encontró junto al río, sentada sobre una piedra, jugando con el agua. Su vestido y otras prendas descansaban a un lado; solo llevaba enaguas y corset. La luz del atardecer acariciaba su figura, y su gesto despreocupado le pareció encantador. Parecía una hermosa sirena, riendo con el agua entre sus manos.
Francisco, con una sonrisa, decidió quitarse la ropa y adentrarse al río hasta quedar en ropa interior. Cuando Elena lo vio, sorprendida, exclamó:
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no fuiste al campo con padre?
—Decidí darme un respiro para estar contigo —respondió él—. Además… necesito hablar contigo, Elena.

Francisco giró el rostro hacia ella y, con voz suave, preguntó:
—Elena… ¿qué te ha pasado? ¿Por qué estás así? Me han dicho que te notan decaída, que ya casi no comes, que te pierdes por los montes hasta entrada la noche. Me preocupa verte así, tan distante, tan diferente.
Elena permaneció en silencio unos segundos. Tenía la mirada fija en el agua que corría frente a ellos. Finalmente, suspiró.
—Va a sonar egoísta, Francisco… pero me hace falta lo que antes teníamos. —Su voz era calma, pero llena de un temblor contenido—. Yo aún deseo que me regales flores, que me escribas un poema, que me saques a pasear bajo la luz de la luna, que volvamos a cabalgar juntos como antes…
Francisco la miró, atento, sin interrumpirla.
—No es que no entienda tus ocupaciones —continuó ella—, pero el corazón no sabe de razones, no entiende de tiempos ni de deberes. Solo siente. Y el mío… se ha sentido solo últimamente.
Sus ojos se humedecieron apenas, y siguió hablando:
—Me duele que ya no compartamos la cama. Que te vayas al estudio o prefieras dormir solo. Ya no son las noches las que me pesan, Francisco, es el vacío del lado izquierdo de mi cama… ese lugar donde solías dormir, donde ahora solo habita la ausencia.
Francisco bajó la mirada, avergonzado.
—Yo sé que la rutina cambia todo —prosiguió ella—, pero todavía hay una joven enamorada dentro de mí. Una mujer que aún espera que el hombre que ama se esfuerce, aunque sea un poco, por recordarle que sigue siendo especial para él. No pido grandes cosas, solo un poco de tiempo.
Las palabras de Elena quedaron suspendidas en el aire, sinceras, sin reclamo ni dramatismo, solo la verdad de un corazón que aún anhelaba ser visto.

El sol comenzaba a descender cuando Elena y Francisco emprendieron el camino de regreso desde el río hacia la hacienda. Avanzaban lentamente, con las ropas empapadas, cubiertas de barro y hojas secas. A cada paso, sus botas se hundían en la tierra húmeda, dejando un rastro evidente de su travesura.
Desde el patio, Crescencia los vio venir a la distancia. Entrecerró los ojos para asegurarse de que su vista no la engañara y, al reconocerlos, se llevó las manos a la cabeza.
—¡Dios mío bendito! —exclamó corriendo hacia ellos—. ¿Pero qué les pasó? ¿Por qué vienen así, todos llenos de barro?
Elena bajó la mirada, completamente sonrojada, mientras Francisco intentaba mantener una expresión seria, aunque apenas lograba disimular la sonrisa.
—No pasa nada, Crescencia —respondió con voz tranquila—. Simplemente nos resbalamos en el barro de la orilla del río y… bueno, caímos.
Hizo una breve pausa, se aclaró la garganta y añadió:
—¿Podrías prepararnos el baño, por favor?
Crescencia los observó con una mezcla de incredulidad y picardía, pero asintió obediente.
—Claro, señor —respondió, tratando de contener la risa—. Enseguida lo preparo.
Mientras ella se alejaba rumbo a la casa, Elena y Francisco intercambiaron una mirada cómplice y siguieron detrás, caminando despacio, con los rostros encendidos y el silencio cargado de lo que ambos sabían y preferían no decir.




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