El amanecer se filtraba suavemente por el umbral de la ventana. Elena abrió los ojos y por un instante no entendió dónde se encontraba.
—¿Qué hago aquí? —se preguntó en silencio, mientras su mente repasaba los recuerdos del día anterior. Miró su ropa y notó que aún llevaba la misma vestimenta de ayer. —¿Cómo llegué a casa? ¿Quién me trajo aquí?
Se giró hacia el lado de la cama y comprobó que Francisco no estaba a su lado. Un leve rubor cruzó sus mejillas y, sin poder contener la curiosidad, llamó a Crescencia:
—Crescencia… ¿dónde está Francisco?
La mujer entró rápidamente, con la sonrisa acostumbrada, aunque percibiendo cierta intriga en la joven:
—Señora, el señor salió temprano al pueblo y dijo que volvería al mediodía. No irá al campo con don Adolfo hoy, tenía otros asuntos que atender.
Elena asintió, comprendiendo, y permitió que Crescencia la ayudara a bañarse, cambiarse y peinarse. Una vez lista, bajó al patio y se sentó a tejer bajo el árbol de la mesa de piedra, como era su costumbre. Sus manos trabajaban entre hilos y puntadas, pero su mente estaba alerta, preguntándose qué estaría haciendo Francisco y qué planeaba para ella.
Al mediodía, Francisco apareció en la hacienda, pero esta vez no traía la cadenita. En sus manos llevaba unos libros cuidadosamente envueltos.
—Elena —dijo, entregándoselos con una sonrisa tranquila—, pasé por el pueblo y traje estos libros que pensé disfrutarías.
Elena lo recibió con gratitud y curiosidad.
—Gracias… pero… ¿no vas al campo con tu padre?
—Hoy no —respondió él, con calma y un dejo de misterio en la mirada—. Tengo algunos asuntos que atender; después del almuerzo me iré al pueblo. No hagas planes para la noche, porque cuando regreses tengo preparada una sorpresa para ti.
Elena alzó la vista, intrigada, y no pudo evitar sentirse impaciente. Cada instante del día se le hizo eterno, mientras su mente se llenaba de preguntas y expectativas, imaginando qué habría preparado Francisco para ella.
La noche había caído sobre San Capistrano, serena y perfumada por los naranjos en flor.
Elena estaba sentada en una mecedora, a la luz temblorosa de las velas, con un libro entre las manos. Intentaba leer, pero las letras parecían desvanecerse frente a su ansiedad. No podía concentrarse; el pensamiento de qué sería aquello que Francisco estaba preparando para ella le revoloteaba como un colibrí en el pecho. Había pasado todo el día en esa impaciencia dulce y agónica, entre la ilusión y la curiosidad.
De pronto, un sonido suave quebró el silencio de la habitación: el rasgueo de una guitarra. Elena levantó la vista, creyendo por un instante que su imaginación le jugaba una broma. Pero la melodía continuó, acompañada por una voz que le era tan familiar que el corazón se le aceleró sin remedio.
Se levantó de la mecedora, corrió las cortinas y abrió las ventanas. El aire nocturno entró, fresco y cargado de jazmín. Salió al balcón, y allí lo vio: Francisco, de pie bajo la luz de la luna, con una guitarra entre las manos, cantándole una serenata.
La voz de él subía firme, cálida, y se mezclaba con el rumor de la noche. Elena lo miraba desde arriba, con una sonrisa incrédula, sintiendo que cada nota le temblaba dentro. Cuando terminó la canción, él alzó la mirada hacia ella, con una expresión que combinaba ternura y atrevimiento.
—Niña mía —dijo, apenas alzando la voz—. Ven, baja. Te llevaré a un lugar mágico.
Elena, con el corazón desbordado, retrocedió hacia la habitación. Cerró las ventanas, dejó el libro sobre la mesita y tomó su chal, que aún conservaba el perfume de lavanda. Con manos temblorosas, cerró la puerta tras de sí y bajó las escaleras, cada peldaño acompañado por la urgencia del momento.
Apenas cruzó la puerta principal, lo encontró esperándola. Francisco la tomó de la mano, con una delicadeza que hizo que se le escapara un suspiro. Sin decir palabra, la ayudó a subir al carruaje.
El trayecto transcurrió en silencio. Afuera, las sombras de los árboles se mecían bajo la luna, y el sonido de los cascos del caballo marcaba un ritmo tranquilo, casi hipnótico. Dentro del carruaje, solo se escuchaba el roce de las telas y la respiración contenida de Elena.
Aunque ninguno hablaba, en los ojos de ella brillaba una luz de ilusión; estaba ansiosa, expectante, tratando de imaginar cuál sería aquella sorpresa que tanto había esperado.
El carruaje se detuvo finalmente en un prado amplio, cubierto de hierba fresca y perfumado por las flores silvestres que brillaban bajo la luz de la luna. Faroles colgaban de algunas ramas, iluminando suavemente el lugar, y en el centro, sobre el suelo, Francisco había dispuesto una manta clara. Alrededor había encendido velas, y junto a ellas, una cesta con frutas, pan y una botella de vino.
Elena lo observó con asombro. Nunca nadie había hecho algo así por ella. Francisco le ofreció la mano, la ayudó a sentarse sobre la manta y luego se acomodó a su lado.
—Elena —dijo con voz suave—, tengo una sorpresa preparada para ti. Cierra los ojos.
Elena obedeció, sonriendo nerviosa. Escuchó el roce de la tela y el leve chasquido de un cofre al abrirse.
—Ahora sí —dijo él—, abre los ojos.
Ella levantó la mirada y vio un pequeño cofre de madera en manos de Francisco. Dentro descansaba una medallita de plata con forma de luna, delicada y brillante, con su nombre tallado en el centro: Elena.
Francisco la tomó con cuidado y, al colocarle la medalla alrededor del cuello, le susurró:
—Esta luna simboliza la pasión de mi amor por ti.
Elena no pudo contener las lágrimas; brotaron suaves y silenciosas, como si su corazón hubiera encontrado un reflejo perfecto. Francisco la miró con ternura, le limpió las lágrimas con el pulgar y finalmente la besó con delicadeza y ternura.
Pasaron unos momentos entre risas suaves y silencios llenos de significado. La noche parecía detenerse sobre ellos, plena y serena, hasta que la voz de Francisco la quebró:
—Elena… —dijo con un tono más serio— debo irme un tiempo de viaje.
Elena lo miró sorprendida, sin poder pronunciar palabra.
—¿A dónde vas? —preguntó con un hilo de voz.
—A Santa Mónica —respondió él—. Serán uno o dos meses, cuanto mucho. Mi padre y yo debemos ocuparnos de algunos negocios. Te quedarás aquí, con Crecencia.
Por un instante, Elena sintió cómo la ilusión de la noche se desvanecía. Aun así, intentó mantener la calma:
—¿Por qué no puedo ir con ustedes?
Francisco le sostuvo la mirada con ternura.
—No es que no queramos llevarte —explicó—, pero estaremos viajando mucho. No habrá parada fija en Santa Mónica. Trabajaremos largas horas y tú no conoces a nadie allá. Además, no conviene dejar la casa sola.
Elena asintió, bajando la vista.
—Bien… gracias —murmuró.
Francisco percibió el brillo apagado en sus ojos y le tomó la mano.
—No creerás que todo esto lo hice solo por mi partida —dijo con tono dolido—. No fue así.
Ella lo miró en silencio.
—Me parece que, en parte sí —contestó—. Es favorable que justo antes de decirme que te vas hayas hecho todo esto para mí… Pero está bien.
Francisco no respondió. Solo la observó, con ternura y pesar, mientras el viento movía las velas y la luz de la luna titilaba sobre el dije que colgaba de su cuello.
Luego la tomó suavemente por los hombros, mirándola a los ojos.
—Ese dije de luna… —comenzó—, ¿sabes por qué te lo di?
Elena negó con la cabeza, sus ojos húmedos.
—Recuerda lo que me contaste de Martín Anzorregui —continuó él—. Sabes lo que él te dijo.
—Que deseaba hacerte el amor a la luz de la luna —susurró Elena.
—Eso despertó celos en mi corazón —dijo Francisco con sinceridad—. Quiero que los únicos momentos especiales que vivas sean conmigo. Te regalo la luna, Elena… y las estrellas si es posible. Cada vez que la mires, quiero que me recuerdes a mí.
Por primera vez, Elena sintió el afecto de Francisco traspasando su corazón, abrazándola y envolviéndola por completo. Finalmente, la besó con delicadeza y ternura.
Luego de esto, la noche continuó, y mientras degustaban algunos quesos y frutas, Francisco suavemente la tomó con sus manos y dijo:
—Elena, siempre quise preguntarte algo… En el registro figura que tu nombre de pila es Suplicios. ¿Por qué te pusieron Suplicios?
Elena bajó la mirada y sostuvo la medalla entre los dedos, respondiendo con voz suave:
—Porque así me llamó mi madre adoptiva. Mi padre, en cambio, quiso que me llamara Elena.
Francisco la escuchó atentamente, y Elena continuó, revelando el secreto que había marcado su infancia:
—Nací de una unión ilegítima, entre mi padre, José Horacio Quintana, y una sirvienta india llamada Irupe —flor de loto, lirio de agua en guaraní— que vivía en la residencia de mis abuelos. Cuando quedó embarazada, los padres de mi padre —profundamente católicos— no podían permitir el escándalo, pero tampoco podían renunciar a la vida de un inocente. Querían proteger a su hijo y preservar la apariencia de su familia.
Por eso lo enviaron a España. Allí conoció a María Dolores Quiroga, una mujer estéril a quien cortejó y finalmente se casó.
—Cuando regresaron a las Provincias Unidas —continuó Elena—, confesó todo. María Dolores se sintió traicionada… pero me aceptó, con condiciones.
Irupe, sin embargo, no cedió. Hostigaba constantemente, asegurando que la verdadera señora de la casa era ella, por llevar al futuro heredero de los Quintana. Llamaba a mi madre adoptiva gallina que no puede poner huevos de manera despectiva mofándose y diciendo que era estéril e incapaz de dar descendencia, afirmando que no podía ser la señora de la casa mientras otra portaba la sangre que aseguraría la herencia.
Elena hizo una pausa, con la voz quebrada:
—Mi madre soportó todo hasta mi nacimiento. Después, impuso una condición: que ella me llamaría Suplicio. Mi padre cedió. Ella me llamó Suplicios, y mi padre, Elena.
Cuando mi madre biológica me dio a luz, fue enviada lejos, al sur de las Provincias Unidas. Yo quedé al cuidado de María Dolores, mi madre adoptiva.
—Al principio no quería hacerse cargo de mí —continuó Elena—. Pero mis abuelos y mi padre la obligaron. Dicen que, al verme por primera vez, algo cambió en ella. Sintió una alegría profunda, como si yo hubiera llenado un vacío que llevaba años en su alma.
Con el tiempo me pidió perdón por el nombre que me dio, y yo le respondí que no importaba. Para mí, ella era mi madre, y entendía su dolor.
Cuando llegó el momento de volver a la hacienda, Elena se recostó sobre los hombros de Francisco, todavía consciente pero débil por el sueño.
—Hemos llegado —murmuró.
—Ah… claro —respondió Francisco—. Pensé que estabas dormida. ¿Quieres que te cargue hasta la habitación o prefieres bajar por ti misma?
—Prefiero que me cargues —dijo Elena, abrazándolo y entrelazando los dedos alrededor de su cuello. Su rostro se apoyó en su hombro.
Él la sostuvo con cuidado y la llevó hasta la habitación, satisfecho y tranquilo. La luna brillaba suavemente sobre ellos, testigo silencioso de aquel amor creciente y ardiente.
Allí, en la intimidad de la noche, la luz de la luna y de las velas iluminaba su cercanía. Entre risas, susurros y caricias, Elena cerró los ojos lentamente, dejando que el calor de Francisco la envolviera mientras ambos se sumían en un sueño ligero y compartido.