Elena

Capítulo 11: “Eco de Ausencia”

Después de aquella noche en que Francisco le regaló a Elena la medallita en forma de luna, transcurrieron un par de semanas. Dos semanas antes del fin del otoño, Francisco partió con don Adolfo en la diligencia que se dirigía hacia Santa Mónica. Se despidieron de Elena, y ella los vio partir con el corazón encogido, sabiendo que extrañaría profundamente a su esposo.
Cuando regresó a la hacienda, lo hizo un poco triste, recorriendo los pasillos que todavía guardaban el eco de su presencia, consciente de que los días que vendrían estarían marcados por la ausencia de Francisco. Sin embargo, los días siguieron transcurriendo, y con la llegada del invierno, Elena comenzó a recibir las primeras cartas de su esposo.
En cada carta, Francisco le contaba cómo iban los negocios, cómo se habían logrado cerrar algunos acuerdos, y le expresaba cuánto la extrañaba. Preguntaba por ella, por sus actividades diarias, y confesaba que cada noche pensaba en ella, anhelando el momento de regresar a San Capistrano. Cada línea de sus cartas estaba impregnada de cariño y nostalgia, y prometía que, si Dios así lo disponía, en tres meses volverían a reunirse y a despertar juntos cada mañana.
Pasaron así los días, y una tarde, mientras Elena se encontraba en el patio bordando un pañuelo, apareció el cochero del pueblo, portando un mensaje que interrumpió su rutina. Elena se puso de pie, con la expresión tranquila y cortés, e hizo una reverencia al recibirlo.
—Señora Elena —dijo el cochero con voz grave—, lamento mucho la noticia que debo entregarle.
Con manos temblorosas pero manteniendo la compostura, Elena tomó el sobre y desplegó la carta. Sus ojos recorrieron las primeras palabras, y un escalofrío recorrió su espalda mientras leía:
Señora Elena:
Con el más profundo respeto y con un pesar que me obliga a escribir con extrema solemnidad, me veo en la triste obligación de comunicarle un hecho que jamás quise tener que transmitir por estas vías. La diligencia en la que viajaban don Francisco y don Adolfo fue encontrada abandonada en un paraje desolado. Se hallaron restos de sangre y algunas pertenencias de ambos caballeros, pero sus cuerpos no pudieron ser localizados.
Ante la gravedad de las circunstancias y la evidencia disponible, las autoridades han tenido que dar por concluidas sus vidas. Sé que estas palabras son un golpe insoportable y que ninguna frase podrá aliviar el dolor que traerá a su corazón. Solo me atrevo a expresarle, en nombre de esta gobernación, nuestra más sentida solidaridad y condolencias ante una pérdida tan irreparable.
Ruego que encuentre la fuerza para sobrellevar esta noticia, y le aseguro que se han tomado todas las medidas posibles para esclarecer los hechos, aunque la magnitud de esta desgracia desafía cualquier consuelo.
Con sincero pesar,
Pablo Vicente de Sola
Gobernador de Santa Mónica
Elena quedó paralizada, con el sobre aún entre sus manos. El mundo a su alrededor pareció desvanecerse; el viento invernal que soplaba por el patio se sentía más frío que nunca. La noticia golpeó su corazón con una fuerza que ningún pensamiento previo había podido preparar. Por un instante, todo lo que había conocido se desmoronó: su esposo, su compañero, su confidente… todo parecía perdido en aquel paisaje de ausencia y silencio.
De repente, todo se volvió oscuro. Como si el aire se hubiera retirado de sus pulmones y el mundo se desvaneciera en un instante interminable. Elena sintió que caía, no hacia ningún lugar, sino en un vacío suspendido donde los recuerdos y el dolor se mezclaban en un solo peso insoportable.
Cuando la visión se aclaró, abrió los ojos lentamente y vio a Crescencia y al médico del pueblo inclinados sobre ella. La luz del cuarto le dolió un poco, y sus sentidos todavía tardaban en reaparecer.
—¡Al fin despertaste, querida! —exclamó Crescencia con alivio en la voz.
—Señora, al fin despertó… tuve que llamar al médico. Estuvo inconsciente durante un par de horas —añadió el médico, mientras revisaba con cuidado su pulso y la respiración.
Elena, todavía aturdida, con el corazón y la mente sacudidos por la noticia que acababa de recibir, intentó incorporarse en la cama. El médico la detuvo con un gesto firme pero amable:
—Será mejor que permanezca acostada por el momento, señora. Debe recuperar fuerzas.
Luego, con un tono más suave, añadió:
—Felicidades, señora… está embarazada.
Elena sintió un breve destello de alegría recorrer su pecho, pero esa luz se vio pronto opacada por el recuerdo de la carta y la pérdida de Francisco y Don Adolfo. Cerró los ojos y exhaló profundamente, dejando que el peso de todo lo vivido se asentara junto con la nueva vida que crecía dentro de ella.
Después de un rato, tras asegurarse de que estaba estable, el médico se despidió de Elena y salió del cuarto, acompañado de Crescencia, dejándola sola con sus pensamientos, su dolor y la silenciosa promesa de la vida que llevaba en su interior.

Elena quedó sola con sus pensamientos, su dolor y la silenciosa promesa de la vida que llevaba en su interior. Pero pronto, esa soledad se volvió opresiva. Un sudor frío le cubrió la frente y la espalda; el aire de la habitación se hizo espeso, casi irrespirable. Las paredes parecían acercarse, el techo descender, y un zumbido agudo comenzó a instalarse en sus oídos, envolviéndolo todo. El mundo se achicaba, la habitación se encogía sobre sí misma, y la sensación de encierro la hizo tambalear.

Elena trató de respirar, pero el aire le pesaba en el pecho. La carta seguía sobre la mesa, abierta, las palabras del gobernador resonando como un eco constante: la diligencia… los cuerpos no fueron hallados… se dan por concluidas sus vidas… Cada frase se repetía una y otra vez, mezclándose con los recuerdos de Francisco, con su voz, con su risa, hasta que el pensamiento se volvió insoportable.

El zumbido creció, convirtiéndose en un rugido que le atravesaba la cabeza. Descalza, se levantó de la cama. Abrió la puerta con un movimiento torpe y bajó las escaleras, sintiendo que sus pasos no le pertenecían. Caminó hacia el exterior, guiada por una fuerza invisible, como si el río —a lo lejos— la llamara con su murmullo profundo y constante.




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