Allurias, una enorme isla situado al suroeste del continente sagrado de Elendhur. Hogar de los grandes barcos de guerra, valientes navegantes y de orgullosos caballeros azules; el reino azul. De hermosas playas cristalinas, de puertos ajetreados y personas de buen trato, luchadores y esplendorosos. Honor y lealtad, eran y serán por siempre las mejores palabras que definían a sus habitantes, gobernados por la reina de la rosa azul a la cual debían eterna fidelidad, allí más de la mitad de sus habitantes eran guerreros osados. La capital principal se asentaban las casas poderosas de los nobles junto al palacio, los allurianos eran de por sí hombres de destacado talento, fruto de sus alianzas con las diversas especies de elfos. Muy cerca al círculo principal del palacio de la reina, estaba la casa de Guido, el escudo familiar de un caballo alzado con tres rosas doradas, unidas por tallos espinosos rodeándolo sobre un fondo azul, ondeaba apacible en los estandartes que eran puestos en la entrada de la casa. En medio de la tranquilidad del castillo, una fuerte discusión se desarrollaba en medio de los amplios pasillos de mármol.
— No lo entiendo, ¿de qué hablas padre?— preguntó el muchacho con el terror reflejando en su mirada.
— Cálmate, hijo... No estoy diciendo que te voy a expulsar de la familia— el hombre era de cabellos negros y su mirada afable, más que nada era su sonrisa que delataba su buen humor— eres el único varón de esta casa, sin embargo, tienes que seguir con la tradición.
— ¿Es una tradición echar al primogénito de su hogar?— preguntó el hijo sin entender todavía a su padre, este rompió en risas— no es gracioso... me estas asustando, padre.
— Sabes, hijo... tomar las riendas de esta casa no es una tarea fácil, simplemente no te da tiempo a nada— dijo el padre con una mueca lastimera en el barbudo rostro— por ello, hace mucho tiempo se le decía a los jóvenes primogénitos que se volvieran... Bueno, como decirlo, caminantes... Sí, eso es...
— ¿Te refieres a esas personas que vagan sin rumbo por todos los continentes, explorando el mundo según ellos?— inquirió el muchacho, incómodo.
— Así es, y antes que yo tu abuelo también fue un caminante— se rio para sí mismo— te aseguro que es una hermosa experiencia y única a la vez.
— No lo sé, padre— respondió dudoso el muchacho removiéndose en su sitio— no parece seguro.
En el castillo de la familia de Guido, los pasillos de mármol blanco estaban ricamente decorados con piedras preciosas azules como era la costumbre entre los nobles allurienses. El joven muchacho que caminaba a la zaga de su padre no era nadie más que Diego Gael, el único hijo de la Casa de Guido. Nunca pensó que esa tarde sería arrastrado a una conversación vergonzosa como aquella, no pensaba convertirse en un aventurero. Quería pasar cinco años en la academia de su reino para convertirse en un caballero talentoso. No sabía qué hacer en esta situación y su padre parecía determinado a lograr su objetivo cueste lo que cueste.
— Nada es seguro, pero quiero que lo intentes... Más tarde me lo agradecerás, cuando el peso de la responsabilidad te agobie— el padre se levantó con pesadez— y muy probablemente, puedas llamar la atención de esos quisquillosos elfos que tanto te atraen.
— ¡Papá, detente por favor!— exclamó el muchacho sonrojado hasta las puntas de las orejas.
Su padre carcajeó como pocas veces lo hacía en su vida llena de protocolos y modales comedidos, en las cuales la etiqueta y la educación eran importantes en la vida de un noble.
— Te valdrá la pena, Diego... A los elfos siempre les han encantado las historias y aventuras, es más creo que de eso viven— dijo mientras caminaba a la enorme puerta de la sala, seguido por su joven hijo.
— Deja ya de burlarte de ellos, sabes que tienen el oído muy fino— advirtió Diego mirando para todos lados.
Hace una semana que su padre había recibido a un noble elfo de cabellos plateados con su pequeño séquito de guerreros. Habría querido hablar un poco con ellos, pero no se había atrevido a acercarse a ellos, pues no tenía nada interesante para entablar una conversación. Su padre lo miró exasperado.
— No hace falta que me lo recuerdes, ¡he tenido que callar más de una vez mis pensamientos!— gritó él atrayendo las divertidas y temerosas miradas de los guardias, pero Diego temblaba sin saber que hacer— esos elfos son tan exasperantes, y astutos para variar... Siempre tengo que tener cuidado cada vez que trato con ellos ¡a este paso me van a salir canas en el cabello!
Diego estaba a punto de detener los gritos de su padre, cuando escuchó una suave risa detrás de él. Intercambio unas temerosas miradas con su padre que parecía blanco como la cera. Giraron sus cabezas con lentitud.