Elián: La Sombra Del Guardian

El silencio que quiebra

••••••••••• Capítulo 2 •••••••••••

El bosque los había dejado pasar.
La casa —esa pequeña guarida de luz que habían construido entre risas, discusiones y caricias— seguía allí, intacta. Como si el mundo no supiera todavía lo que se había perdido.

Elián empujó la puerta con la espalda, sosteniendo a Aurelian que ya no lloraba, solo sollozaba en sueños. Dentro, todo estaba quieto.
La taza a medio lavar donde Auric tomaba sus infusiones.
El libro que Lumi había dejado abierto en el sillón.
Las mantas desordenadas de la mañana.

Un hogar suspendido.
Un hogar que esperaba a quienes ya no estaban.

Elián tragó saliva… y entró.

Colocó al pequeño ángel en una cesta acolchada y, por primera vez desde la desaparición, pudo respirar. Aurelian se acomodó, sus alas negras y dorado pálido asomando entre las telas, y emitió un sonido suave, como una campanita lejana.

Elián se agachó, lo cubrió con una manta y susurró:

—Estoy aquí… no voy a dejarte.

El bebé sonrió dormido.

Por un instante, Elián creyó que el dolor se retiraba… como si la presencia de ese pequeño ser apagara todos los bordes filosos de su corazón.

Se sentó en el suelo, apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos.
Aurelian respiraba con calma.
El silencio era cálido.
Y Elián se permitió, solo unos segundos, sentirse en paz.

Un hogar.
Una vida que debía continuar.
Un hijo que necesitaba amor.
Un propósito que aún existía.

Sus dedos temblaron al tocar el borde de la manta del bebé.
—Tú eres lo que ellos querían proteger… —susurró.

Por unos latidos, esa verdad lo sostuvo.

Pero la sombra de la pérdida siempre encuentra una grieta.
Y entró.

Elián abrió los ojos, y el lugar que antes se sentía cálido ahora parecía demasiado grande.
Demasiado vacío.

Miró la taza de Auric.
Miró el libro de Lumi.
Y su pecho se cerró.

Una punzada.
Un vacío que subió por su garganta.

No lloró.
No podía llorar.
Aurelian lo necesitaba.

Respiró hondo, tragando el nudo.

—Calma —se dijo a sí mismo—. Estoy bien. Estoy bien.

Pero no lo estaba.
Y el silencio comenzó a convertirse en eco.
Y el peso de la casa, sin sus voces, empezó a caer sobre él como un manto invisible.

Aurelian se movió y Elián volvió a sonreír, forzando la curva de sus labios.
—¿Ves? Todo está bien. Aquí estamos tú y yo.

Cargó al bebé con suavidad y lo meció.
La paz volvió… pero ahora era frágil.
Como vidrio.

Elián comenzó a tararear una melodía que Lumi solía cantar.
Aurelian lo escuchó, feliz.

Elián, en cambio, sintió que la voz se le quebraba… y fingió que era por el cansancio.

Esa noche, Elián no durmió.
No porque no tuviera sueño, sino porque no podía permitirse cerrar los ojos.

Aurelian descansaba en su cuna, sus alas pequeñas moviéndose en impulsos suaves como latidos de plumas.
Cada vez que hacía un ruidito —un suspiro, un chirrido, un bostezo de sueño— Elián se incorporaba de golpe, temiendo que algo lo lastimara, que algo viniera por él… que una sombra volviera a reclamarlo.

No volvió a ocurrir nada.
La casa permaneció quieta.

Pero Elián no.

Se levantó, encendió una vela y comenzó a ordenar cosas que no necesitaban orden.
Quitó polvo que no existía.
Acomodó la manta tres veces.
Revisó la temperatura del bebé cinco más.

—Estoy bien —murmuró, aunque solo él podía escucharse—. Estoy bien… estamos bien.

Aurelian se movió un poco, y Elián se tensó como si fuera a enfrentar un enemigo invisible.
Cuando comprobó que seguía dormido, respiró aliviado… y sonrió.
Una sonrisa rota, pero sonrisa al fin.

Al amanecer, sus ojeras parecían sombras pintadas bajo los ojos.
La luz cálida entró por la ventana, pero él se sintió más frío que nunca.

Tomó aire, respiró hondo… y fingió normalidad.

—Buenos días, pequeño guardián —dijo con voz suave a Aurelian, como si la noche anterior no hubiera sido un campo de batalla emocional.

Lo cargó, preparó la luz líquida tibia que le gustaba y caminó hacia la cocina.
Pero al dar el primer paso, se detuvo.

Ahí, junto a la mesa…
Vio la silla donde Lumi solía sentarse, con las piernas cruzadas y esa sonrisa que le iluminaba hasta la respiración.
Juró escuchar su risa, esa risa que siempre llenaba el espacio como si hubiera nacido para eso.

—No… no —susurró, apretando los dientes.

Giró el rostro hacia la ventana.

Allí…
Allí era donde Auric solía apoyarse, con los brazos cruzados, mirando a Lumi y a él como si fueran su universo entero.
Por un instante, Elián creyó sentir el calor de esa mirada.

Un golpe repentino en su pecho.
Esa punzada que ya empezaba a ser familiar.

Elián soltó el aire, tragó el dolor como si fuera sal.

—No es real… sigamos —dijo, intentando que su voz sonara normal.

Pero cada paso era un recuerdo.
Cada objeto, un fantasma.
Cada rincón, un eco de lo que perdió.

Se quedó quieto en medio de la sala con Aurelian en brazos.
El bebé lo miraba con esos ojos grandes, llenos de inocencia… y preocupación, aunque no entendiera nada.

Elián sonrió débilmente.

—No te preocupes, pequeñito… papá está bien —mintió.

Intentó reír, para convencerlo.
Para convencerse.

Pero la risa se quebró a la mitad.

Aurelian extendió una manita y tocó la mejilla de Elián, como si intentara limpiarle algo.
Una lágrima que todavía no había caído.

Elián inhaló fuerte y se obligó a retomar su rutina.

Preparó la luz líquida.
Arregló la cocina.
Abrió las ventanas.

Todo en silencio.
Todo fingiendo que su mundo no había sido reducido a la mitad.

Cada mirada a un rincón traía un latido más pesado.
Y su respiración se volvía más superficial.
Pero sonreía igual.




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