••••••••••• Capítulo 3 •••••••••••
La noche cayó como un velo pesado, envolviendo la casa en un silencio que no era quietud, sino un respiro contenido. Era el tipo de silencio que sucede después de una pérdida grande, cuando incluso las paredes parecen recordar lo que ya no está.
Elián permanecía sentado al borde de la cama con Aurelian dormido entre sus brazos. El niño respiraba con suavidad, pero cada tanto soltaba un susurro, como si soñara con voces que ya no podían responderle.
Elian lo observaba, con el pecho contraído por un dolor que no sabía expresar. Por fuera estaba quieto. Por dentro, era una grieta abierta, un filo desgarrando su alma desde adentro.
La lámpara tenue bañaba la habitación con un color cálido. Ese brillo suave hacía notar algo que antes pasaba desapercibido: el cabello rubio de Elián comenzaba a apagarse. Los mechones más cerrados a la nuca se veían opacos, como si la luz hubiera dejado de querer reflejarse en ellos.
Aurelian se movió ligeramente, buscando algo que ya no estaba.
—Aquí… aquí estoy —susurró Elián.
No lloraba. No podía. El dolor estaba demasiado profundo para convertirse en lágrimas.
Y entonces ocurrió.
Elian no sabía por qué lo hizo, ni cómo comenzó. Tal vez fue el silencio. Tal vez el peso en su pecho. Tal vez la memoria que no era suya, pero que la Fuente le había dejado como un rastro.
Comenzó a tararear.
Al principio, apenas un murmullo quebrado.
Luego una vibración suave.
Luego un hilo de sonido, tan delicado que parecía a punto de romperse.
Era una melodía que no conocía, pero que su alma reconoció de inmediato.
La habitación entera pareció inclinarse hacia esa música, como si los objetos, las sombras, el aire… estuvieran escuchando.
Las palabras salieron solas, sin permiso, sin origen.
—Duerme, luz de mi sombra,
que el mundo intenta hablar.
Guardo tu calma en mis manos,
nadie te va a alcanzar.
Elián se detuvo.
Esa frase…
“luz de mi sombra”.
Él nunca la había dicho.
Auric la había dicho una vez, sosteniendo a Lumi.
Una memoria prestada, apenas un destello que Elián había sentido y olvidado hasta ahora.
La canción había surgido de allí.
De ellos.
De lo que perdió.
Siguió cantando, casi sin aire:
—Si el miedo toca tu alma,
si la noche quiere entrar,
yo seré quien te cubra,
quien nunca va a soltar.
Una punzada le atravesó el pecho.
La palabra cubrirte.
La palabra soltar.
Ambas lo hirieron de formas distintas.
Porque él sí soltó.
O eso sentía.
Aurelian, aún dormido, relajó los dedos, como si la canción hubiera rozado algo profundo en su sueño.
Elián sintió un temblor en su voz.
Pero la melodía no lo soltó.
Continuó, como guiándolo:
—Y si un día yo caigo,
si ya no puedo ver,
recuerda que en tus ojos
mi hogar renace otra vez.
Esta vez sí se quebró.
Elian inhaló con dificultad.
Su garganta ardía.
Sus ojos también.
No lloró… pero la presión era tan grande que sintió que algo dentro estaba rompiéndose más rápido de lo que podía reparar.
La última estrofa llegó como un susurro inevitable:
—Duerme, luz de mi sombra,
la vida sabe volver.
Aunque mi voz se apague,
siempre te voy a querer.
El silencio que siguió no fue vacío.
Fue un silencio lleno, vivo, casi sagrado.
Como el instante después de un milagro que nadie vio.
Aurelian respiró profundamente, como si por fin hubiera encontrado un refugio.
Elián lo abrazó un poco más fuerte.
Y entonces, algo diminuto ocurrió.
Una lágrima —una sola— cayó desde su mejilla y tocó la manta que cubría a Aurelian.
Al caer, un destello leve, apenas un resplandor tímido, recorrió el tejido.
Como si los hilos de Ithil hubieran intentado responderle.
Como si la canción hubiera golpeado un eco perdido en el universo.
Pero el brillo se apagó enseguida.
Elián contuvo la respiración.
Apretó a su hijo.
Cerró los ojos.
—Estoy aquí —susurró, con una voz que temblaba como si estuviera a punto de romperse—. No voy a fallarte. Aunque esté… vacío por dentro.
La noche no respondió.
Pero la casa pareció exhalar un aire triste, casi compasivo.
Y así, en esa habitación que aún guardaba sombras de lo que fue, Elián comprendió la verdad que aún no quería aceptar:
Había comenzado a apagarse.
Y lo peor era que no sabía cómo detenerlo.
La madrugada tenía ese tono gris que no era noche ni mañana.
La hora en que la mente está más vulnerable, más honesta… más rota.
Elián despertó sobresaltado.
No había tenido una pesadilla.
Peor aún: no había soñado nada.
El vacío era más doloroso que cualquier sombra.
Tardó unos segundos en reconocer el cuarto.
Respiró hondo.
La casa parecía más fría.
Más amplia.
Como si faltara un latido que antes la mantenía cálida.
A su lado, Aurelian dormía boca arriba, el cabello de dos tonos esparcido en la almohada, respirando con un ritmo suave y constante.
Elián lo observó con una ternura mezclada con un dolor mudo.
Y entonces ocurrió.
Aurelian movió sus manos, apretando los dedos como si atrapara luz.
Luego, sin razón aparente, sus mejillas tomaron un ligero rubor, un sonrojo tan dulce, tan tímido, tan reconocible…
Exactamente igual que Lumi cuando se avergonzaba por un elogio o un gesto de cariño.
Ese mismo matiz, ese mismo color, esa misma expresión que partía el alma de Elián porque era un recordatorio vivo de lo que ya no podía tocar.
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Editado: 12.12.2025