Elián: La Sombra Del Guardian

Razón para seguir

••••••••••• Capítulo 4 •••••••••••

La casa estaba en silencio, excepto por el suave crujido de la madera al enfriarse después del día. Elián se movía despacio, casi en puntas, como si su cuerpo temiera romper el aire tranquilo que había logrado construir a fuerza de cansancio. Aurelian estaba envuelto en una manta ligera, recién bañado, oliendo a ese aroma tibio que solo los bebés tienen: mezcla de jabón, frescura y algo que parece esperanza.

Elián lo cargaba con cuidado, con ambas manos, como si su hijo estuviera hecho de alguna arcilla celestial que pudiera quebrarse con un simple parpadeo. Había pasado semanas intentando fingir normalidad; algunas mañanas lo lograba, otras apenas podía respirar. Pero las noches… las noches eran distintas. Había algo en ellas que lo obligaba a detenerse y sentir.

Y esa noche, por primera vez desde la pérdida, no huyó.

Colocó a Aurelian en sus piernas mientras se sentaba en la cama. El bebé balbuceó algo que sonó como un intento de canto. Elián sonrió, muy pequeño, como si su boca hubiera olvidado cómo hacerlo.

—¿Quieres cuento? —preguntó en voz baja.

Aurelian pataleó, emocionado.

Elián respiró hondo.
Esta parte siempre dolía.
Y aun así… la necesitaba.

Encendió la lámpara pequeña junto al colchón. Su luz dorada pintó sombras suaves en las paredes. Luego, con la voz un poco temblorosa, comenzó.

—Había una vez —susurró— una flor que nació sin saber que era una luz. Una luz chiquita, tímida, que iluminaba apenas lo suficiente para que los caminos del bosque se vieran un poco menos oscuros.

Aurelian abrió los ojos grandes. Le gustaba la voz de su padre, la vibración de su pecho al hablar.

—Y un día —continuó Elián— esa flor conoció a un guardián dorado. No era un guerrero… era un rayo. Un rayo cálido que sabía abrazar al mundo entero sin quemarlo.

Un silencio largo.
Elián sintió un pinchazo en la garganta.

—Y luego apareció una sombra de estrellas —su voz bajó aún más—. No una sombra mala. No. Era… era la parte del cielo que cuida en silencio. Que observa. Que protege sin que nadie lo note.

Nombrarlos así… así era posible.
Esa era la única forma en que podía hablar de Lumi y Auric sin romperse.

—Los tres caminaban juntos —dijo con un suspiro—. La luz tímida, el rayo dorado y la sombra de estrellas. Caminaban porque así el bosque estaba completo. Porque cada uno sabía algo que el otro olvidaba. Porque así… así nadie estaba solo.

Aurelian tocó con su dedito la camisa de Elián.
Como si entendiera.
O como si buscara consolarlo.

—Un día —Elián tragó saliva— el bosque cambió. Había un viento que arrancaba hojas, y los caminos se partieron. Y la luz tímida… tuvo que seguir adelante sola.

La voz le falló.
Un dolor punzante se expandió desde su pecho hasta sus manos.

Aurelian lo miró fijamente.
Suave.
Sin juicio.

Elián cerró los ojos.

—Pero… —y su voz recuperó un hilo de fuerza— la luz nunca se apagó, ¿sabes? Porque el rayo dorado dejó en ella un calor que nunca desaparece. Y la sombra de estrellas… dejó una protección que ningún viento puede arrancar.

Aurelian dio un pequeño quejido feliz.
Elián sonrió, apenas.

—Y aunque la luz tímida lloró mucho —continuó, con el hilo de voz que le quedaba—, caminó. Día tras día. Aunque dolía. Aunque los caminos estaban solos. Porque había una pequeña semilla en sus brazos… una semilla que tenía las alas del cielo y la risa del rayo.

Aurelian soltó un sonidito agudo como si celebrara ese detalle.

—Y así —concluyó Elián— la luz siguió. No perfecta. No fuerte. Solo… caminando. Y cada noche contaba un cuento. Porque así recordaba que el bosque, aunque ahora distinto… nunca dejó de ser hogar.

Elián se quedó en silencio.
El pecho le dolía.
La garganta ardía.
Los ojos estaban húmedos, pero no lloró.

Aurelian bostezó, apoyó la cabecita en su pecho y cerró los ojos en un sueño profundo, tranquilo.

Elián lo miró durante un largo momento.

—Ojalá hubiera sido al revés —susurró, acariciando el cabello suave del bebé—. Ojalá no hubieras tenido que empezar tu vida con todos juntos.

El cuarto estaba en paz.
Por primera vez en semanas… en verdadera paz.

Elián apagó la lámpara y se recostó con su hijo dormido sobre su corazón.

No curado.
No entero.
Pero allí.
Respirando y los corazones latiendo juntos.

El amanecer llegó sin pedir permiso.

Una franja de luz tenue se filtró por la ventana, cruzando la habitación como un gesto tímido que no quería molestar. La casa olía a calma nocturna: a manta tibia, a madera reposada, a un sueño recién roto.

Elián abrió los ojos despacio. No porque tuviera sueño, sino porque despertar le costaba. Despertar significaba volver a cargar el peso de un día más sin ellos.

Aurelian dormía sobre su pecho, respirando de forma irregular y dulce, una pequeña vibración de vida que parecía sostenerlo incluso en silencio.

Elián levantó una mano temblorosa y apartó suavemente un mechón del cabello del bebé.
Por un instante, solo uno, su mundo fue simple.

Pero entonces llegó el pensamiento.
Ese pensamiento que siempre llegaba al despertar.

“No están.”

Y algo dentro de él se hundió.

Elián se sentó lentamente, cuidando no despertar a Aurelian. Su espalda dolía, los músculos tensos, como si cada parte de él hubiera dormido aferrándose al sueño para no caer.

Colocó al bebé sobre la cama, entre almohadas, y se levantó.

El suelo estaba frío.
Demasiado frío.

Aurelian abrió los ojos apenas y murmuró un sonido suave, buscando la presencia de su padre. Elián volvió enseguida, tocó su mejilla y esperó a que se calmara.

—Aquí estoy —susurró, y el bebé se tranquilizó.

La cocina estaba en silencio. Elián prendió la estufa sin ganas. Las cosas simples se habían vuelto un desafío. Preparó una infusión para él y calentó leche especial para Aurelian.




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