Elián: La Sombra Del Guardian

Destello involuntario

••••••••••• Capítulo 5 •••••••••••

Los días siguientes comenzaron a ordenarse solos, como si el hogar —ese que había quedado demasiado silencioso— empezara a recordar cómo se vivía dentro de él.

Elián no lo decidió de golpe.
No fue un cambio brusco.
Fue más bien una suma de pequeños movimientos que, sin darse cuenta, empezaron a acomodarse en su vida.

Por las mañanas, Aurelian despertaba con balbuceos suaves y un sonidito que parecía un intento de risa. Elián lo levantaba, lo abrazaba un momento más de lo necesario, y juntos abrían las ventanas para dejar entrar la luz. Era un gesto simple… pero cada día costaba menos.

A media tarde, los dos salían a caminar alrededor del parque. Aurelian iba atento al mundo como si todo fuera nuevo —porque para él lo era—, y esa curiosidad inocente le enseñaba a Elián a observar las pequeñas cosas otra vez: el sonido de las hojas, animales fantásticos corriendo, el viento fresco.

Las noches eran su momento favorito.
Elián se sentaba en la cama con Aurelian recostado contra su pecho, y le contaba historias. No las contaba tal cual habían ocurrido. Las convertía en cuentos:

—Había una vez una luz que amaba bailar, y un guardián que sabía escuchar… —decía mientras el bebé parpadeaba con sueño.

No hablaba de Lumi ni de Auric con nombres.
Los volvía símbolos, murmullos disfrazados de fábulas.
Era su manera de sanar sin dejar de honrar.

Aurelian siempre terminaba dormido, con un mechón dorado pegado a la mejilla de Elián. Y en ese silencio tibio, por primera vez desde la pérdida, el hogar ya no parecía un mausoleo de recuerdos sino algo nuevo… algo que estaba creciendo junto a él.

Elián aún tenía miedo.
Aún dolía.
Pero también había movimiento. Y en ese movimiento había vida.

La rutina no lo curó de inmediato,
pero sí le recordó algo fundamental:

Que seguir adelante no es olvidar,
es aprender a vivir con lo que queda…
y con quien queda.

Un año después

Transcurrió un largo año.
Un año extraño, hecho de silencios, de pequeños milagros, y de un aprendizaje que nunca pidió pero que abrazó por amor.

Elián descubrió cosas que jamás imaginó:
cómo bañar a un bebé ángel sin que sus diminutas alas se enfriaran,
cómo arrullar con melodías que él mismo inventaba para acallar la nostalgia,
cómo leer los gestos de Aurelian antes de que pudiera siquiera hablar.

Aprendió a vivir solo para él, a organizar sus días alrededor de una risa, de un llanto, de un brillo en los ojos que le recordaba que todavía quedaba algo puro en el mundo.
También aprendió lo más difícil:
a repararse mientras cuidaba de otro.

Hubo noches en las que se quebró en silencio para no asustar al niño.
Hubo mañanas en las que la luz que entraba por la ventana bastaba para renovarlo.
Y en cada una de esas horas, sin importar el peso del dolor, Elián encontró dentro de sí la fuerza que nunca pensó poseer.

Porque no solo estaba criando a un pequeño ángel.
Se estaba reconstruyendo como padre, como hombre… y como el último guardián que quedaba en pie.

Elian despertó antes del amanecer.

No porque hubiera dormido poco —aunque esa parte también era cierta— sino porque algo en su pecho lo hizo abrir los ojos de golpe:
hoy Aurelian cumplía un año.

Un año desde aquella luz cegadora.
Un año desde aquella pérdida que todavía dolía como si hubiera ocurrido ayer.
Un año desde que se convirtió en padre sin estar preparado para serlo.

Elian se quedó un momento mirando el techo, inhalando profundo, sintiendo cómo la casa respiraba con él.
Luego escuchó el sonido que lo devolvió a la vida todos los días:
un balbuceo suave, un golpecito de alas diminutas contra el colchón.

Aurelian ya estaba despierto.

Elian sonrió sin darse cuenta y fue hacia la cuna.

—Buenos días, estrellita —susurró.

Aurelian lo recibió con los brazos abiertos, las alas negras y suaves desplegadas con emoción. En su cabecita el cabello dorado y negro se erizaba hacia un lado, como un pequeño sol desordenado.

Elian lo cargó y sintió algo distinto.
No era solo ternura.
Era orgullo.
Era nostalgia.
Era ese dolor dulce que solo aparece cuando amas a alguien que crece más rápido de lo que puedes asimilar.

Elián preparó un pequeño desayuno que Aurelian pudiera comer: puré de frutas dulces y un toque de luz líquida suave que siempre le encantaba.
El bebé aplaudía, salpicando todo, mientras Elian reía por primera vez en días sin que su sonrisa temblara.

—Hoy cumples un año —le dijo, limpiándole la mejilla—. Un año llenando esta casa de alas, de magia… y de caos. Mucho caos.

Aurelian respondió con un balbuceo feliz que sonó vagamente como “A-a-da”.

Elian se detuvo, sorprendido.

—¿Eso fue… para mí? —preguntó, tocándose el pecho.

El bebé volvió a repetir algo parecido, ladeando la cabeza igual que lo hacía Lumi cuando trataba de entender un chiste.
Ese gesto le atravesó el corazón.
Pero esta vez no lloró.
Esta vez lo abrazó.

No habría invitados.
No habría adornos.
No habría globos.

Pero habría algo más importante:
tiempo, amor y un propósito.

Elian adornó la mesa con hojas plateadas que había recogido del bosque, esas que brillaban apenas la luz las rozaba. Las acomodó formando una corona. Después, preparó una vela improvisada: un fragmento de luz sólida que ardía sin fuego.

Aurelian lo miraba fascinado desde su sillita, moviendo las alas como si quisiera volar hacia el.

—No, no, pequeño, todavía no destruimos la casa hoy —bromeó Elian.

Sobre la mesa también puso un pequeño pastel de esencia dulce, hecho con lo poco que había aprendido desde que era padre.
Elian se sentó frente a su hijo y lo miró con una calma que no sentía desde hacía mucho.




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