Elián: La Sombra Del Guardian

Vibraciones

••••••••••• Capítulo 6 •••••••••••

La mañana amaneció suave, envuelta en un resplandor dorado que se filtraba entre las cortinas finas como si el sol quisiera entrar en puntas de pie. La casa estaba inmóvil, silenciosa… excepto por el sonido bajito, casi musical, de una respiración diminuta.

Elián despertó despacio, con el cuerpo aún hundido en la tibieza de las sábanas. Lo primero que sintió fue el peso cálido sobre su pecho: un pequeño cuerpo acurrucado contra él, respirando con la serenidad absoluta de quienes todavía no conocen el miedo ni las pérdidas.

Abrió los ojos por completo, miró hacia abajo y ahí estaba: Aurelian, su hijo, su pedazo de luz, dormido boca abajo sobre él, con los brazos extendidos hacia los costados como un pajarito que se quedó dormido a mitad de un vuelo.

El cabello rubio—mitad dorado como el suyo, mitad plateado en algunos mechones como Auric—se alborotaba en pequeñas puntas radiantes. Sus alas negras, todavía pequeñas y suaves, parecían hechas de sombra viscosa mezclada con terciopelo; una descansaba sobre el torso de Elián y la otra colgaba a un costado, moviéndose con cada exhalación.

Elián sonrió.
Una sonrisa cansada, sí. Pero auténtica.

—Buenos días, pequeño desastre celestial —susurró.

En respuesta, Aurelian hizo un sonido que no era del todo un gruñido, tampoco una palabra… algo entre un balbuceo y el inicio de una queja. No despertó del todo, pero su pequeño rostro se frunció como si el sueño le estuviera dando instrucciones contradictorias. Luego, de pronto… estornudó.

Del estornudo brotó un destello diminuto: una chispa blanca que rebotó en el aire antes de desvanecerse como polvo de estrella.

Elián se dejó caer nuevamente en la almohada con una carcajada ahogada.

—Hoy empezamos temprano, ¿eh?

Aurelian, sin abrir los ojos, deslizó una de sus manos diminutas hacia la camisa de Elián, agarrándola con fuerza.
Era un agarre confiado, pleno.
Como si el bebé entendiera que ese pecho era hogar.

Elián lo sostuvo con una mano en la espalda, aún sintiendo la suavidad tibia bajo los dedos. Y por un instante, muy breve, el mundo se redujo a eso: el peso del bebé, el calor del sol filtrándose, y el latido firme que Aurelian escuchaba desde la noche anterior.

A veces, en esos segundos tan frágiles, a Elián le venía a la mente la imagen de Lumi sosteniendo al bebé con esa mezcla de dulzura y asombro que solo él podía dar. O el modo en que Auric, serio al inicio, no podía evitar sonreír apenas Aurelian extendía la mano hacia él.

Esos recuerdos aparecían y desaparecían como sueños.
Nunca se quedaban lo suficiente para herir…
pero tampoco lo suficiente para sanar.

Con todo el cuidado posible, Elián se incorporó, sujetando al pequeño contra su pecho. Aurelian abrió un ojo. Solo uno. El dorado profundo. El otro—ámbar suave—siguió cerrado.

Una mezcla perfecta.
Una herencia viva.

El bebé parpadeó, lo miró un suspiro… y estiró sus dos brazos hacia el rostro de Elián.

—No, no, no… despiertas y ya quieres pellizcarme la nariz —rió él, atrapando las manitas—. Eres igualito a Lumi cuando hacía berrinches. Y gruñes igual que Auric cuando tenía hambre… qué sorpresa.

Aurelian emitió un sonido parecido a una risa bubujosa y apoyó su frente en la mejilla de Elián, hundiéndose como si tratara de fundirse con él.

—Sí, te quiero también —murmuró Elián, acariciando su espalda—. Vamos a preparar el desayuno.

La cocina se llenó del sonido de pisadas suaves y del eco pequeño que producían las alas del bebé al moverse. Elián lo colocó en su sillita elevada, donde Aurelian empezó de inmediato a golpear la superficie con entusiasmo, como si estuviera a cargo de marcar el ritmo de la mañana.

Sobre la mesa reposaban las frutas de luz: pequeñas esferas translúcidas que brillaban desde dentro. Eran nutritivas, suaves para los bebés angelicales y tenían un sabor dulce, casi floral.

Elián tomó una, la abrió con un cuchillo y la trituró cuidadosamente.

Aurelian observaba todo con ojos enormes, la boca entreabierta, la lengua apenas asomando como si ya estuviera probando el sabor en su imaginación.

—Calma —dijo Elián, divertido—. Voy tan rápido como puedo.

Cuando le acercó la cuchara, el bebé abrió la boca exageradamente, como si quisiera comerse no solo la papilla… sino la cuchara entera.

El primer bocado fue un éxito.
El segundo también.
El tercero… terminó en la nariz de Elián.

Elian parpadeó.
Aurelian soltó una carcajada que iluminó todo su rostro.

—Eso estuvo de más —dijo Elián con una risa resignada—. No se vale atacar al cocinero.

El bebé aplaudió, encantado.
Una pequeña chispa volvió a brotar de él, rebotando en el aire antes de apagarse.

Entonces ocurrió algo pequeño… pero significativo.

Aurelian, entre risas, tocó el pecho de Elián con su palma diminuta.
Y durante un parpadeo, una luz suave emergió desde ese contacto, tibia, como el eco lejano de una memoria.
Como si el bebé pudiera percibir algo que él no decía en voz alta.

Elián se quedó quieto.

Ese calor…
esa chispa…

No lastimaba.
No ardía.
Pero recordaba.

—Los extraño —pensó.

No lo dijo.
Aurelian no necesitaba palabras: apretó su mano contra el corazón de Elián, y ese gesto fue suficiente para desarmarlo.

Elián cerró los ojos un instante, respiró profundo y besó la cabecita del bebé.

—Vamos a estar bien —susurró contra su cabello—. Los dos.

Aurelian apoyó su mejilla en el pecho de Elián y emitió un quejido tierno, como si estuviera de acuerdo.

No había prisa.
No había destino obligatorio.
Solo este hogar, esta mesa, esta mañana luminosa.

Después del desayuno, Elián lo cargó, lo llenó de besitos en el cuello hasta hacerlo reír, y lo sostuvo fuerte, tan fuerte como si el mundo pudiera desmoronarse y él necesitara anclarlo.




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