••••••••••• Capítulo 12 •••••••••••
Al principio fue apenas un detalle.
Un silencio raro.
No el silencio tranquilo de un hogar en calma, ni el silencio profundo del Jardín cuando todos duermen. Era otra cosa.
Un silencio hueco.
Como si alguien hubiera apagado una música de fondo que nadie recordaba estar escuchando.
Elián estaba sentado a los pies del Árbol del Entremundo, con la espalda recargada contra la corteza tibia. Aurelian descansaba sobre su pecho, con los dedos enlazados en una de las plumas del ala izquierda de su padre, como si esa pequeña costumbre fuera el único ritual que necesitaba para sentirse seguro.
La esfera de memoria que habían encontrado entre las raíces descansaba a un lado, apagada, pero aún cargada de esa vibración tenue que parecía un latido que se negaba a desaparecer del todo.
—¿Sabes? —susurró Elián, trazando con el pulgar líneas invisibles en la espalda del bebé—. Cuando Lumi se recostaba aquí, el aire siempre sonaba distinto. Aunque no hubiera viento, algo vibraba. Como si el mundo respirara por él.
Aurelian hizo un pequeño sonido, una mezcla entre suspiro y quejido, medio dormido.
—No te preocupes, pequeño —añadió Elián—. No estás cargando con nada de esto. Solo estás… aquí. Y eso es suficiente.
El árbol pulsó con suavidad bajo su espalda.
Todo parecía en orden.
Hasta que dejó de estarlo.
Primero fue un detalle diminuto: el susurro de las hojas se cortó a la mitad, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo. Luego, el rumor lejano del agua del río se desvaneció. La brisa dejó de moverse. Hasta el crujido constante de las raíces, ese sonido casi imperceptible que solo se notaba cuando uno había aprendido a escuchar, se apagó.
El Jardín se quedó sin sonido.
No mudo.
No en pausa.
Vacío.
Elián se irguió un poco, frunciendo el ceño.
—…¿lo sientes?
Aurelian abrió los ojos.
Fue la primera vez que Elián lo vio así: completamente alerta, irguiéndose un poco, con la luz de sus pupilas estrechándose como si enfocara algo invisible.
—Hey, tranquilo —dijo Elián, pero su voz sonó… lejana.
Como si hablara dentro de agua.
Su propio tono le llegó amortiguado, sin eco, sin vibración en el pecho.
El corazón le dio un vuelco.
Se llevó dos dedos al cuello, buscando su pulso.
Lo encontró.
Pero sonaba… mal.
No estaba alineado con nada.
No resonaba con el Jardín.
Era como si latiera en un mundo distinto.
—Esto no es normal —murmuró.
El árbol reaccionó.
Una raíz luminosa se tensó bajo la tierra. La corteza vibró débilmente, como si intentara encender una defensa que no lograba armarse por completo. Una de las hojas cayó lenta, demasiado lenta, como si hasta la gravedad estuviera pensándolo dos veces.
Aurelian se removió inquieto.
Y entonces lo escucharon.
O mejor dicho: sintieron la ausencia de algo, que era lo más parecido a escuchar un ruido en negativo.
Desde algún punto del bosque, avanzando con una lentitud abrumadora, llegó una zona sin ritmo.
Primero, tocó un grupo de insectos que danzaban cerca de un charco.
Dejaron de moverse.
Se quedaron congelados a mitad del vuelo, suspendidos en el aire unos segundos…
Luego cayeron todos al mismo tiempo, como pequeñas piedras sin vida.
Aurelian empezó a llorar.
El sonido de su llanto fue lo único que rompió ese vacío por un instante.
El llanto le devolvió algo de realidad a Elián.
—Shh… shh, estoy aquí —dijo, mecánico, llevándolo a su pecho.
El bebé lloraba con ruido, pero el llanto no se sentía igual. Las vibraciones del pecho de Aurelian no encontraban respuesta en la atmósfera. No rebotaban. No llenaban nada.
Era como si el mundo hubiera dejado de escuchar.
—¿Qué eres? —susurró Elián al aire.
La respuesta no fue una voz.
Fue un movimiento.
Desde el borde del bosque, entre raíces antiguas, emergió algo que no se parecía a ninguna criatura del Jardín. No era sombra, no era luz. Era como una serie de “ondas” visuales, pequeñas deformaciones del aire, que se agrupaban y se extendían en una forma larga, curva, serpenteante.
A medida que avanzaba, el mundo se quedaba sin ritmo detrás de ella.
El murmullo de los árboles cesaba.
El latido del Jardín se detenía un instante.
Las luces flotantes se apagaban.
Elián sintió que su propia respiración se desaceleraba.
—No —susurró—. No, no, no…
Aurelian se aferró más a su pluma. Su piel empezó a brillar con un destello tenue.
La cosa se acercó.
Parecía un ciempiés hecho de sombras, pero sin patas definidas.
Un cuerpo largo y segmentado, cada segmento formado por un círculo concéntrico de vibraciones opacas, como si fueran ecos solidificados. No tenía ojos, pero en uno de los extremos, una hendidura se abría y se cerraba, como un pulso negro.
Cada vez que esa “boca” se abría, algo en el aire desaparecía.
Era un Devora-Ritmos.
No necesitaba ser presentado.
El Jardín lo sabía.
Y ahora Elián también.
—Tú… —murmuró, apretando la mandíbula—. Tú eres parte de lo que despertamos, ¿verdad?
El Devora-Ritmos se detuvo.
No emitió sonido, porque era incapaz de hacerlo sin destruir su propia naturaleza.
Pero una sensación se proyectó, directa, áspera, en la mente de Elián:
Hambre.
Hambre de ritmo.
De vibración.
De vida.
—No vas a tocarlo —dijo Elián, tensando sus alas alrededor de Aurelian—. No a mi hijo.
La entidad giró ligeramente, como si lo olfateara sin nariz.
Su forma vibró.
Elián sintió que su pulso volvía a desordenarse, como cuando uno intenta seguir una canción que cambia de tempo sin avisar.
El mundo alrededor perdió compás.
—Basta… —gruñó Elián, llevándose la mano al pecho.
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Editado: 12.12.2025