••••••••••• Capítulo 17 ••••••••••
La luz del portal no se apagó: simplemente cambió de forma.
Elián sintió primero un tirón en el estómago, como si algo lo deshilara de adentro hacia afuera, y luego una presión en el pecho que lo obligó a cerrar los ojos. Su cuerpo ya no sabía si pesaba demasiado o nada en absoluto.
Cuando finalmente los abrió…
No estaba en un bosque.
No estaba en un mundo.
Estaba en una dimensión hecha de cristal y silencio.
El suelo bajo sus pies era translúcido, como hielo que respiraba; una red de líneas luminosas corría por debajo, moviéndose como ríos vivos. Cada paso que daba encendía ondas azuladas que se expandían en círculos perfectos, como si el mundo respondiera a su existencia.
El aire era frío, pero no un frío común:
Era un frío que no tocaba la piel, sino la memoria.
Un frío que hacía temblar los pensamientos.
Aurelian, sostenido contra su pecho, abrió los ojos completamente maravillado. Su luz interna brilló tenue, como si él también sintiera la vibración de ese lugar.
Elián respiró, sorprendido de que el aire tuviera sabor…
A eco.
A recuerdo.
A algo que no había vivido y que sin embargo lo estaba esperando.
—¿Dónde estamos…? —susurró.
La voz rebotó en el espacio como una nota musical atrapada en un túnel infinito. El reflejo del sonido creó pequeños destellos que flotaron unos segundos antes de desintegrarse.
Todo era cristal.
Todo era luz fría.
Todo era… demasiado quieto.
No había horizonte.
El cielo era un domo inmenso de fractales brillantes que parecían estrellas congeladas en medio de su nacimiento. No había sol, pero la luz emergía desde todas partes, como si el mundo mismo respirara luminosidad.
Elián dio un paso más… y lo escuchó.
Un sonido lejano.
Un tintineo suave.
Como campanillas hechas de hielo chocando al ritmo de un viento imposible.
Aurelian alzó su manita hacia esas notas, tratando de atraparlas.
—¿Lo escuchas? —preguntó Elián.
El bebé sonrió.
El tintineo aumentó, como si reconociera la resonancia de Aurelian.
Entonces, una estructura se formó adelante, emergiendo del suelo transparente como una torre naciendo de un sueño. No se elevó como piedra; se extendió como cristal creciendo, aristas expandiéndose en silencio.
Era un pilar.
Pero dentro, atrapada como en una burbuja suspendida, una luz se movió.
Una luz familiar.
Elián sintió su corazón detenerse un segundo.
Porque la luz… vibraba igual que Lumi.
No era Lumi.
No podía serlo.
Pero era un fragmento, un eco, un residuo de su existencia.
Como si el Entremundo guardara las huellas de quienes habían entrado.
—Lumi… —susurró sin darse cuenta.
La luz dentro del pilar reaccionó.
Vibró más fuerte.
Como si lo hubiera escuchado.
Como si quisiera responder.
Elián dio medio paso hacia adelante.
Y el suelo cambió.
Bajo sus pies, las líneas lumínicas se distorsionaron, girando en espirales. El suelo ya no era estable: se convertía en un espejo líquido de cristal que ondulaba lentamente.
Aurelian apretó su ropa con fuerza, inquieto.
—Tranquilo… estoy aquí —le murmuró Elián.
Las ondas se calmaron.
Era como si el Entremundo reaccionara a sus emociones.
Como si no fuera un lugar… sino un estado vivo.
Un espacio que los escuchaba.
Que los analizaba.
Que decidía qué mostrarles.
El pilar vibró nuevamente y liberó un destello que chocó contra Elián y lo envolvió. Una imagen, súbita, estalló detrás de sus ojos:
Lumi sentado bajo el Árbol del Jardín.
Su risa suave.
Sus dedos acariciando el cabello de Auric.
La luz dorada en su pecho.
Un recuerdo…
Pero no de Elián.
Era un recuerdo del lugar.
Un recuerdo que el Entremundo había absorbido.
Elián sintió un nudo en la garganta.
—Estuvieron aquí… —murmuró—. Este lugar los vio. Los recuerda.
Aurelian apoyó su mejilla en su pecho, como si entendiera.
El pilar se fragmentó en miles de partículas de cristal que flotaron alrededor de ellos. Cada fragmento brillaba con un tono distinto: blanco, celeste, violeta, dorado. Parecían luciérnagas de hielo que murmuraban palabras inaudibles.
Elián extendió la mano.
Uno de los fragmentos se posó en su palma. Y allí, en su centro, una imagen fugaz apareció:
Un camino.
Un puente de luz quebrada.
Un segundo paisaje más profundo, más oscuro…
…y dos siluetas atrapadas en él.
Lumi.
Auric.
Y una tercera sombra detrás de ellos.
Luego la imagen desapareció.
El fragmento se deshizo en polvo brillante.
Elián sintió cómo algo dentro de él se encendía. Una determinación ardiente, casi feroz.
Tenía un rumbo.
Tenía una pista.
Tenía una dirección.
—Vamos, hijo —dijo con voz quebrada y cálida a la vez—. Vamos a encontrarlos.
El Entremundo pareció escucharlo.
Los cristales bajo sus pies se abrieron con suavidad y un nuevo sendero se formó: un puente largo, estrecho y brillante que se extendía hacia la lejanía del espacio fractal.
Un viento frío, como un suspiro antiguo, los envolvió.
El camino había elegido revelarse.
Y con Aurelian en brazos, iluminando el paisaje con su pequeño corazón de aurora, Elián empezó a caminar hacia el destino que los esperaba… más profundo, más extraño y más verdadero que todo lo que había conocido.
El puente cristalino se extendía frente a ellos, estrecho como un hilo de luz, suspendido en la nada. No había barandales, no había borde: solo un trazo luminoso flotando sobre un abismo hecho de fractales infinitos.
El suelo resonaba con cada paso.
Tin…
Tin…
Tin…
Como si caminara sobre campanas de hielo.
Aurelian observaba todo con ojos enormes, absorbiendo la belleza y el frío del lugar sin miedo, solo con curiosidad. Su luz interior recorría los cristales del puente y los hacía brillar con reflejos dorados.
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Editado: 12.12.2025