El arte de domar monstruos, descubrió Elizabeth, no residía en la fuerza del látigo, sino en la precisión de las cadenas. Y ahora, a sus catorce años recién cumplidos, era la domadora de la colección más peligrosa del mundo. Tenía monstruos atados por la ambición, como los lores del Consejo, que la obedecían por miedo a perder sus privilegios. Tenía monstruos atados por juramentos, como el astuto Mayordomo Real, Koneporos Orchid, cuya lealtad estaba sellada con un Pacto de Sangre tan vinculante como venenoso. Y, por último, tenía a los monstruos que estaba a punto de enjaular en su carruaje: tres príncipes, cada uno una calamidad andante, que la veían como un trofeo para sus propias y retorcidas leyendas.
La mañana de la partida amaneció como una mentira bellamente contada. El Palacio, ignorante de las bestias que albergaba, se vistió para una despedida imperial. Los estandartes de la Casa Rouse ondeaban como ríos de oro y carmesí, susurrando historias de un linaje que ahora pendía de un hilo. Los patios principales eran un desfile de poderío, con carruajes decorados con runas de protección que zumbaban con una energía contenida, y caballeros de la Guardia Real cuyas armaduras brillaban con un fulgor casi divino bajo el sol pálido de Aurel. Era un espectáculo diseñado para inspirar confianza, para proyectar una imagen de estabilidad inquebrantable. Una farsa. Porque Elizabeth sabía que la única cosa inquebrantable en ese patio era la tensión que se podía cortar con una daga.
Pero ella interpretaba su papel a la perfección. La princesa frágil, la heredera abrumada, la niña que había vuelto al mundo tras años de reclusión. Era la máscara que había elegido, el escudo tras el cual la estratega observaba y calculaba. La niña que se escondía del mundo había muerto en el momento en que sobrevivió a su primer intento de asesinato. Quien caminaba ahora por los pasillos de mármol no era una víctima, sino una jugadora. Y estaba a punto de mover su primera pieza en el tablero más peligroso de todos.
Al salir a la terraza que daba al patio, el aliento se le escapó, pero no por la pompa y ceremonia. Fue por los corceles.
No eran caballos. Eran un milagro. Criaturas majestuosas, más grandes que un oso de guerra, cuyo pelaje parecía tejido con hebras de luna y niebla. De sus frentes nacía un cuerno de cristal vivo, largo y espiralado, que pulsaba con una luz interior suave y antigua. El poder que emanaban no era agresivo, sino puro, una calma que contrastaba violentamente con la tormenta de ambiciones que la rodeaba.
—Unicornios… —susurró, y por un glorioso instante, la máscara se agrietó.
Por un segundo, olvidó los pactos, las profecías y los príncipes. No era la Reina en la sombra ni la domadora de monstruos. Solo era una joven de catorce años contemplando la magia en su forma más pura. Se acercó con un respeto casi religioso, y las criaturas, como si reconocieran el anhelo en su alma, inclinaron sus cabezas. Sus manos, que minutos antes repasaban planes de asesinato, ahora temblaban al tocar aquel pelaje celestial. Uno de ellos incluso la dejó abrazar su cuello, emitiendo un leve resplandor como si aceptara su afecto y le ofreciera a cambio un momento de paz.
Fue un momento robado, una tregua en mitad de la guerra. Y se terminó, como siempre, con la llegada del deber.
Detrás de ella, una figura se materializó en silencio, su presencia tan familiar y sólida como las montañas. Era su tío y maestro, el Señor Vincent. No dijo nada, pero Elizabeth sintió su mirada comprensiva. Le bastó.
Se separó del unicornio, su rostro recuperando la compostura regia, la máscara volviendo a su lugar. El momento de inocencia le había dado la claridad que necesitaba. Se giró hacia él, su expresión ahora firme.
—Tío Vincent —dijo en voz baja pero cargada de una autoridad nueva—. Antes de partir. Necesito un arma.
Vincent asintió, sus ojos sabios fijos en los de ella, sin sorpresa. —¿Un arma, Alteza? Sir Veldora es la mejor espada del reino.
—No esa clase de arma —replicó ella, su voz un susurro de acero—. Veldora está atado a mí, pero su lealtad final es para su abuelo. Koneporos está atado por un Pacto de Sangre, pero es una serpiente esperando su oportunidad. Viajaré con tres rivales que se matarían entre ellos si no estuviera yo en medio. Necesito algo más. Algo que sea solo mío.
Sus ojos rojos brillaron con una determinación inquebrantable.
—Quiero que prepares el Hechizo de la Bóveda.
Vincent se tensó. El aire a su alrededor pareció enfriarse. El nombre del hechizo colgó entre ellos, pesado y prohibido.
—Ese hechizo no es un arma, Elizabeth —respondió él, su voz perdiendo su tono de maestro para adoptar el de un guardián de secretos peligrosos—. Es un testamento. La última palabra de un rey que se niega a caer. Su poder es absoluto, pero su costo... su costo es increíblemente alto.
—Lo sé —afirmó ella—. No pienso usarlo. Pienso tenerlo. Como disuasión. Como mi última carta en un juego donde todos los demás tienen la baraja marcada. Si voy a caminar por el infierno, quiero que el diablo sepa que llevo fuego en el bolsillo.
Vincent la observó por un largo segundo, viendo en ella el fuego de su hermano, pero también un hielo que él nunca poseyó. Vio a una reina forjada en la desesperación.
—Comprendo —dijo finalmente, con una leve inclinación de cabeza—. Reuniré los catalizadores. Seré tu ancla ritual. Cuando llegue el momento y des la orden, el poder será tuyo para desatar. Pero rezo a los dioses para que ese día nunca llegue.
Con ese nuevo y terrible juramento sellado entre ellos, Elizabeth caminó hacia el carruaje principal.
Allí la esperaba el resto de su incómoda colección de monstruos:
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Editado: 22.07.2025