Elizabeth Rouse y el Misterio de la Luna

Capítulo 2 Diario de viaje de Elizabeth Rouse tomo 1

No sé exactamente qué esperaba de este viaje. Quizás silencio incómodo. Quizás la tensión gélida entre tres príncipes que apenas se soportan. Pero lo que obtuve… fue otra cosa.

El primer día comenzó con nubes rosas flotando sobre los campos dorados del este. El cielo parecía una pintura en movimiento, y los árboles —altos, retorcidos, cubiertos de hojas que cambiaban de color según la hora del día— nos daban sombra mientras los unicornios tiraban del carruaje con paso solemne. El polvo del camino se elevaba en espirales brillantes, como si tuviera motas de luz propias. Uno de los escoltas juró haber visto una libélula con alas de cristal entonar una canción al pasar.

Pero la magia de la naturaleza no era nada comparada con la tensión en el carruaje.

Mayron no miraba a Dren. Dren no hablaba con Mayron. Narel… Narel roncaba abiertamente, tumbado en uno de los bancos acolchados, con una manta hasta la nariz y una expresión de felicidad en el rostro que rozaba lo criminal.

Hasta que pasó.

Narel, fingiendo estar sonámbulo —según confesó después, entre risas y lágrimas— se levantó balbuceando sobre “panes voladores” y abrazó a Dren, que no tuvo mejor reacción que levantarlo por la túnica y arrojarlo… justo encima de Mayron. El impacto fue torpe, ridículo, y habría sido gracioso si no fuera porque el báculo de Mayron se clavó en la espalda de Narel, provocando un chillido tan agudo que hizo saltar incluso a los unicornios al frente del carruaje.

—¡¿QUÉ DEMONIOS?! —gritó Mayron, tratando de quitarse de encima el bulto que era Narel.
—¡AHHH! ¡Mi columna! ¡Me han roto el alma! —se revolcaba Narel en el suelo.
—¡¿Estás bien?! —pregunté mientras trataba de levantarlo por los brazos.
—¡Ese báculo es ilegal! ¡Exijo indemnización emocional!

Vincent solo suspiró. Veldora sacó su espada medio centímetro de la vaina, como si aquel estallido pudiera ser una amenaza.

Y sin embargo… fue ese accidente el que derritió el hielo.

Dren bufó una risa. Mayron soltó una carcajada nasal. Incluso Vincent alzó una ceja en gesto de leve sorpresa. Y por primera vez, el carruaje se llenó de risas en vez de tensión.

Ese fue el inicio de una convivencia... curiosa.

Mayron es más sensible de lo que deja ver. Por la noche lo vi limpiar su báculo con una tela encantada, murmurando fórmulas de protección. No es solo un príncipe, es un mago devoto. Se queda despierto hasta tarde leyendo grimorios flotantes que despliega con un gesto.

Dren… es difícil. A veces lo sorprendo mirando por la ventana con una expresión que no sé si es nostalgia o rabia. No habla mucho, pero cuando lo hace, sus palabras pesan. No le gusta que lo observen, pero acepta mi presencia sin quejarse. Anoche, lo oí decirle a Narel:
—No te mueras en el viaje, idiota. Si vamos a hacer algo grande, necesito que estés vivo para estorbarme.
—¿Estás diciéndome que me aprecias? —respondió Narel desde su manta.
—Estoy diciendo que solo yo tengo derecho a matarte.

Sir Veldora no habla. Jamás. Pero por las noches, mientras cree que no lo miro, saca un pañuelo bordado con mi inicial y lo limpia con un cuidado reverencial. Creo que su abuelo le encargó protegerme más de lo que imaginaba.

Vincent… sigue siendo un misterio. Durante el segundo día del viaje, conjuró una esfera de cristal para enseñarme sobre “nudos de memoria”, una forma de magia vinculada a emociones antiguas. Habló de profecías sin nombre, de los sueños que pesan más que el destino. Me escuchó con una atención que pocas veces he recibido. Me dijo:
—Una heredera no nace solo por sangre. Se hace, paso a paso, cuando el alma decide cargar lo que nadie más quiere mirar.

Lord Koneporos Orchid.

Mi padre solía decir que "no por nada es el Mayordomo del Palacio". Ahora entiendo que era la mayor subestimación de la historia. Koneporos no duerme. No creo que sea una hipérbole. Se desliza por el campamento en las horas más oscuras, una sombra sinuosa cuya única función es el orden perfecto. Supervisa el acicalamiento de los unicornios con la precisión de un alquimista midiendo ingredientes para la piedra filosofal. Orquesta los turnos de la guardia como un general moviendo piezas en un mapa silencioso. Incluso se anticipa a nuestros gustos culinarios con una clarividencia que resulta… inquietante. Esta mañana, hizo que el cocinero preparara el estofado de bayas negras que mi madre solía hacerme en invierno. Nunca se lo he mencionado a nadie. A nadie. Este hombre no es la eficiencia encarnada; es una forma de inteligencia casi alienígena.

Su perfección no es servil. Es una demostración de poder. Cada tarea impecable, cada necesidad anticipada, es un hilo en la telaraña que teje a mi alrededor. Una red de competencia absoluta que me recuerda constantemente que, aunque el Pacto de Sangre lo obliga a servirme, su naturaleza es la de controlar. Me pregunto si el pacto simplemente le dio una nueva dirección a su obsesión por el orden, o si esta aterradora competencia es su forma de ponerme a prueba. De ver si soy digna de la corona que él mismo anhela. Es el monstruo más peligroso de mi colección, porque sus cadenas no son de hierro, sino de una devoción impecable y escalofriante.

Hoy, al atardecer, pasamos por un bosque encantado llamado Arbelath, donde los árboles tienen ojos. No ojos como los nuestros, sino runas vivientes que observan a los viajeros. Uno parpadeó cuando lo saludé. No sé si fue magia… o cortesía. Dren dijo que si uno se detiene demasiado tiempo allí, comienza a ver sus propios errores como sombras proyectadas sobre la corteza. Narel se durmió de inmediato. Tal vez por miedo.

Estoy cansada, pero también… curiosamente emocionada.

Diario de Elizabeth Rousendahal – Día 2 del viaje a Vhalmir

Hoy ocurrió algo imprevisto, y también… milagroso.

Un derrumbe de rocas antiguas, enormes y cargadas de musgo encantado, bloqueó el paso a media jornada. Nadie resultó herido, gracias a la escolta y los centinelas mágicos de Vincent que habían detectado la vibración antes del colapso. Pero quedamos varados por horas junto a un río cristalino que parecía sacado de un cuento.




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