Elizabeth Rouse y el Misterio de la Luna

Capítulo 3 Diario de viaje de Elizabeth Rouse tomo 2

Día 3 – Carretera de las Raíces Viejas

Hoy fue distinto.

Ya no hablamos del torneo. Ni de profecías. Ni del motivo real de la peregrinación. Algo cambió en el aire. Como si en lugar de cruzar un camino… estuviéramos siendo cruzados por él.

El sendero era uno de los más antiguos del continente. Le llaman la Carretera de las Raíces Viejas porque los árboles han invadido el empedrado con sus raíces, y a veces uno puede ver, si observa con atención, que las piedras mismas tienen grabados ocultos: nombres olvidados, símbolos de clanes extintos, incluso poemas tallados con runas que brillan al atardecer.

En medio de ese mundo entre historia y hechizo… me di cuenta de algo.

Ellos ya no me parecen figuras inalcanzables.

Ya no son "los príncipes del torneo", ni "los herederos de imperios antiguos".

Hoy, al ver a Dren discutir con Velndora porque usó una espada real contra Narel en un entrenamiento absurdo (“¡Era para hacerlo esquivar más rápido!”), y a Mayron arrodillado junto a Narel, curándole el brazo con un hechizo de regeneración mientras este lloriqueaba como un niño…

—¡Ay, no, no, no! ¡Voy a perder el brazo! ¡Voy a tener que aprender a escribir con la boca! —gritaba Narel con un dramatismo digno del teatro.
—Tranquilo —decía Mayron con un tono de hermano mayor cansado—. No te vas a morir por un rasguño. Aunque tal vez tu orgullo sí.

Y yo… reí. Reí de verdad. Sin miedo. Sin deber.

Empecé a verlos como lo que quizá nunca se les permitió ser.

Chicos.

Jóvenes.

Personas.

Incluso Dren, con su mal humor y ese fuego en los ojos, parece menos una amenaza y más… una herida abierta que aún sangra. Y Mayron, con sus correcciones, su orgullo mágico y sus pausas antes de hablar, parece llevar el peso de mil expectativas sobre los hombros. Y Narel… Narel es el puente entre los extremos. No sé cómo lo hace. Pero une. Ríe, fastidia, y une.

A veces me pregunto…

¿Y si realmente pudiéramos cambiar esto?

¿Y si hubiera una forma de evitar más guerras?

¿Y si mi papel no es elegir entre ellos, sino encontrar otro camino?

Hoy no tengo respuestas. Solo muchas preguntas… y una leve esperanza.

Mañana, el horizonte cambiará otra vez.

Pero por primera vez… no me asusta.

—Elizabeth

Día 4 – El Bosque que No Sueña

Hoy cruzamos un tramo que los mapas llaman El Bosque que No Sueña. Un nombre que, al principio, me pareció poético… hasta que lo entendí de verdad.

No es que el bosque sea oscuro o tenebroso. Todo lo contrario.

Es demasiado perfecto.

Demasiado silencioso.

Los árboles crecen en líneas imposiblemente rectas. Las hojas no crujen al caer. No hay pájaros, ni insectos, ni brisa. Nada.

Solo un susurro constante en la mente. Como si algo… o alguien… te observara sin ojos.

—Este lugar fue sellado hace siglos —dijo Vincent, mientras dibujaba runas de protección en la madera del carruaje—. Se dice que aquí habita una consciencia dormida. Un espíritu vegetal que alguna vez fue un dios.

—¿Y si despierta? —pregunté, sin lograr mantener el tono despreocupado.

—Entonces tendremos que negociar… o correr.

Afortunadamente, no pasó nada. O, al menos, eso creí.

Pero esa noche, en sueños, vi un árbol. Uno gigante. que palpitaba como un corazon Con un hueco en su tronco… y un hombre dentro.

No lo toqué. No podía.

Pero sentí su dolor.

Su frío.

Su espera.

Cuando desperté, Vincent estaba mirándome desde su posición de guardia. No dijo nada. Solo asintió una vez, como si supiera exactamente lo que había soñado.

—El bosque no sueña… porque roba los sueños de quienes lo cruzan —me dijo más tarde, antes de dormir.

Y yo… no dormí.

Día 5 – Vhalmir al horizonte

El aire cambió.

No sé cómo describirlo, pero lo sentí apenas abrí los ojos.

Es como si todo oliera distinto. Más limpio, más frío… y cargado de algo antiguo. No como la magia común. Esto era otra cosa.

—Es la atmósfera de Vhalmir —dijo Narel, mientras desayunaba pan dulce con los pies encima del respaldo del carruaje—. El reino respira sabiduría. Y algo de condescendencia, lo admito.

Las montañas del Reino Estelar se alzaban a lo lejos, recortadas en la bruma matinal como esculturas vivas. Rayos de luz descendían entre las nubes como escaleras doradas. Vhalmir estaba construido sobre terrazas flotantes, suspendidas por antiguas formaciones de cristal que latían suavemente, como si cada una fuera un corazón geológico dormido.

—¿Eso de allá… flota? —preguntó Mayron, al ver una de las ciudades levitantes que giraban lentamente sobre su eje.

—Solo los barrios altos —respondió Narel, orgulloso—. Aunque en las zonas más pobres aún se vuela en monturas o se sube en ascensores mágicos.

Dren no dijo nada. Miraba el horizonte con una expresión contenida.

—Nunca vi algo así… —murmuró, apenas audible.

—No lo odies por ser hermoso —dijo Narel con una sonrisa amable—. Te va a gustar. Hay muchas bibliotecas. Y armas antiguas ocultas en los templos. Tal vez encuentres una espada que hable.

—Que calle mejor —bufó Dren.

Nos reímos. Todos. Hasta Vincent soltó una exhalación que sonó casi como una risa.

Y yo…

Yo sentí que estaba entrando en un mundo nuevo. No solo un reino.

Un misterio flotante.

Un imperio de sueños vivos.

A la distancia, una procesión de estandartes salía a nuestro encuentro. Carrozas cristalinas, soldados de armadura plateada, y una banda mágica que hacía que el aire brillara con notas suspendidas.

—¿Ese desfile es por nosotros? —pregunté, sorprendida.

—No —dijo Narel, sonriendo.

—¿No?

—Es por ti.

Y entonces lo entendí.

El mundo estaba mirando.

Y la peregrinación… acababa de comenzar.




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