Vhalmir no era un reino turístico.
No porque no fuera hermoso —pues lo era, en formas que bordeaban lo sobrenatural— sino porque su gente, inmortal y sabia, había aprendido que abrir las puertas al mundo también era abrirlas al caos. Durante milenios, los extranjeros apenas habían puesto pie en sus ciudades levitantes, y esta sería la primera vez en su historia que tantos forasteros entraban al mismo tiempo.
El resultado fue… una revolución emocional.
En un lugar donde la eternidad había convertido la rutina en prisión, la llegada de Elizabeth y su caravana fue como un rayo de fuego celestial cruzando un lago congelado.
El reino se preparó durante seis lunas completas. Se tejieron caminos flotantes con seda de cristal, se liberaron perfumes etéreos en los canales del aire, y se encantaron los balcones para que vibraran con cantos de bienvenida. Las torres más altas se adornaron con estandartes vivientes que ondeaban sin viento, y en cada barrio, los nobles convocaron banquetes abiertos para todo aquel que caminara por sus calles.
—Dijiste que los barrios pobres no flotaban —le susurró Elizabeth a Narel, con una sonrisa escéptica mientras miraba desde la plataforma del ascensor.
—Y no flotan —respondió él, despreocupado.
Pero incluso los barrios “terrestres” eran una joya. El supuesto distrito más humilde que visitaron no tenía vagabundos, ni muros derruidos, ni calles rotas. Cada casa era una pequeña obra de arte, con tejados geométricos de piedra líquida y jardines donde crecían árboles cantores y fuentes que narraban poesía.
—¿Esto es un barrio pobre? —preguntó Dren con desconfianza, frunciendo el ceño mientras una niña de ocho siglos les ofrecía flores brillantes que no se marchitaban nunca.
—Puede ser que estén adornando todo para causar impresión —intervino Mayron, con voz baja pero incisiva—. Mostrar lo que quieren que veamos. Tapar lo que realmente son.
—Es natural que piensen así —dijo Narel, algo aburrido, como si tuviera esta conversación cada siglo.
Su voz era suave, pero cargada de una sabiduría que no buscaba impresionar.
—Ustedes, los mortales, viven como llamas encendidas al viento: con prisa, con ansias de ser recordados. Amasan poder, destruyen enemigos, sacrifican amistades por un poco de gloria. Nosotros… tuvimos milenios para quemar esas ambiciones. Lo único que nos motiva ahora es construir algo eterno. Erradicar los errores del pasado. Cuidar este lugar y a quienes viven en él.
—Y aun así desean la Bloodstell —inquirió Mayron como un fiscal—. ¿No es eso una contradicción?
Narel giró el rostro lentamente, como un sabio cansado de repetir la misma lección a estudiantes necios.
—Participamos en la última guerra para evitar que ustedes se extinguieran —respondió con calma, pero con una fuerza que hizo que incluso los unicornios se detuvieran por un instante—. ¿Quién ayudó a los aurelianos cuando su tercera muralla cayó? ¿Quién selló el Death Hole que tu abuelo dejó abierto como una herida sangrante? ¿Quién propuso la tregua que evitó la aniquilación mutua de los seis reinos?
Se giró hacia Vincent, que escuchaba en silencio desde su montura.
—Con todo respeto, Lord Vincent… ¿no es así?
Vincent lo miró, meditando sus palabras. Luego asintió con lentitud.
—Es cierto. Muchos de mis aliados en esa guerra eran de Vhalmir. Jamás quisieron el conflicto. Su neutralidad fue lo que mantuvo en equilibrio a los demás… aunque eso no significa que no deseen la Bloodstell tanto como todos los otros.
Mayron lo observó con atención. No discutió. Solo cruzó los brazos, evaluando cada palabra.
—La Bloodstell es sin duda la fuente de energía más versátil que existe —dijo Narel finalmente, con la voz de quien está harto de explicar lo obvio—. Casi infinita. Maleable. Poderosa. Pero no es la única. Solo recuerden eso.
En ese momento, el carruaje se detuvo.
Frente a ellos, se alzaban los Ascensores de Orichalco: torres blancas de base triangular que se elevaban hacia el cielo como lanzas de alabastro. Cada una flotaba sin tocar el suelo, suspendida por círculos giratorios de cristal áurico que latían al ritmo de la energía mágica del reino. Un río de luz subía en espiral por el centro de cada estructura, como un corazón vivo palpitando hacia las alturas.
—Ahora sí… —murmuró Narel, sonriendo por primera vez en horas—. Vamos a conocer lo que ustedes llaman “riqueza”.
Las puertas de los ascensores se abrieron con un susurro armónico. No eran puertas de metal, sino de agua sólida, encantada para disiparse al contacto.
Dentro, los esperaba una plataforma flotante circular, rodeada por espejos flotantes que proyectaban imágenes del exterior en tiempo real. Subieron en silencio, y el ascensor comenzó a elevarse sin vibraciones, sin sacudidas… como si fueran hojas arrastradas por una corriente de aire invisible.
A través de los cristales, Vhalmir se desplegaba ante ellos.
Un mar de terrazas suspendidas, puentes colgantes que no tocaban ningún soporte, cúpulas vivas que respiraban luz. Casas que flotaban solas, jardines verticales sostenidos por columnas de viento, fuentes de gravedad inversa. Cada rincón parecía construido por arquitectos que habían olvidado la existencia del suelo.
Elizabeth sintió cómo su corazón se agitaba. No de miedo. Sino de maravilla.
No estaban entrando a un reino.
Estaban entrando en un milagro.
—Bienvenidos a la verdadera Vhalmir —susurró Narel—. El Reino Estelar.
Y las puertas se abrieron… hacia las ciudades del cielo.
Lo que Elizabeth vio al ascender no tenía nombre en ninguna lengua que hubiese aprendido. “Un sueño” habría sido una descripción incompleta. Los caminos flotaban entre brumas doradas como si las nubes hubieran sido esculpidas en mármol. Las casas no eran casas: eran dominios suspendidos, vastos y decorados con jardines colgantes, cúpulas cristalinas y puentes flotantes que conectaban un territorio con otro, como islas flotando en un océano de luz.
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Editado: 22.07.2025