Elizabeth Rouse y el Misterio de la Luna

Capítulo 6 – Sombras del Pasado

La mañana era distinta a todas las que Zerek había vivido.
No por el clima, ni por el paisaje… sino porque, por primera vez en sus quince años, caminaba bajo el sol.

Su piel, pálida como el mármol, temblaba levemente ante el calor tibio de la primavera. La brisa que cruzaba las calles estaba cargada de flores y risas. Era una ciudad pequeña, tranquila, ajena a las guerras, a la magia, a la sangre. Para él, era como visitar otro mundo.

Giró el rostro y la vio.
Su cabello dorado parecía capturar la luz. Sus ojos —azules, suaves, infinitamente tristes— se alzaron para mirarlo con esa ternura silenciosa que él siempre creyó que no merecía.
Ella era delgada, frágil… marcada por años de escasez. Pero para Zerek, ella era todo lo que necesitaba para sentirse humano.

Mientras ella sonriera, mientras su voz lo alcanzara, el mundo podía arder y él lo vería como una simple anécdota.
Por primera vez creyó en un futuro.
Y por eso dolió tanto.

El día, tan perfecto, se rasgó como una tela quemada.
Las flores se marchitaron. El aire se volvió denso, tóxico. Las casas colapsaron como si el tiempo las devorara. Todo murió.
Y ella también.

La sostuvo en brazos mientras su cuerpo palidecía aún más. Sus labios temblaban, sus dedos trataban de rozarle la mejilla como si con ese toque pudiera quedarse un segundo más. Zerek gritó. Gritó hasta que su voz se quebró. No sabía cómo detener lo que ocurría. No entendía qué lo causaba.
Solo sabía que él era el centro del desastre.

Tardó tres horas en contenerlo.
Y para entonces, veinte kilómetros a la redonda eran solo ruinas… y cadáveres.

Zerek despertó en su carruaje, jadeando.
Otra vez ese sueño. Otra vez esa maldita escena tatuada en su mente.
Y, sin embargo… no lo odiaba. Porque en ese sueño podía verla. Aunque fuera en sus últimos segundos, aún podía tenerla.

El paisaje que cruzaba su ventana no tenía luz ni flores. Las llanuras heladas del Reino Aurel eran vastas y silenciosas. Ya no estaba con Elizabeth ni con su séquito. Nada más terminó su humillante derrota en el torneo, decidió abandonar la Selección —al menos de forma diplomática—. No tenía paciencia para viajes innecesarios ni para escuchar trivialidades de los demás pretendientes.
Él tenía su propio reino. Su propia guerra.
Su propia culpa.

Apenas cruzó los límites exteriores de Aurel, lo sintió.
Un cambio en el aire. Un temblor en el tejido del tiempo.

Usando su Paso Temporal, desapareció del carruaje justo antes de que un rayo de energía devastador lo pulverizara junto con todos sus acompañantes. No quedó rastro de cuerpos. Solo un cráter humeante y el aroma metálico del éter disuelto.

Zerek reapareció a unos metros, flotando. Se acomodó el abrigo con desdén y ajustó sus gafas de borde plateado. No era la primera vez que intentaban matarlo. Ser él significaba tener un precio eterno sobre la cabeza. Estaba acostumbrado. Incluso agradecido.

—Justo lo que necesitaba —murmuró con una sonrisa torcida.

Elevó la vista.
Y allí estaba.

Un hombre flotaba en el aire, suspendido con la calma de un dios, como si llevara siglos esperando ese encuentro. Su silueta era delgada, su presencia elegante… pero su aura despedía una presión letal. Oscura. Innegable.

—Azrael… —musitó Zerek, con una mezcla de ironía y desdén—. Qué sorpresa. ¿Tan en serio te tomas esta farsa de Selección que decidiste comenzar… por matarme?

Azrael lo observaba desde lo alto con una mezcla de desprecio y resignación.
A sus ojos, Zerek no era un príncipe, ni siquiera un adversario.
Era una aberración. Un error que debía corregirse.

“¿Selección?” pensó con asco. “Una pantomima política para retrasar lo inevitable.”

Solo había aceptado participar porque era la única forma legal en la que su Congreso le permitía matarlo. Todo estaba planeado. Cada voto, cada firma, cada excusa diplomática. Hoy… su paciencia sería recompensada.

Conteniendo la rabia que lo carcomía por dentro, Azrael respondió con voz serena, casi elegante.

—Por supuesto que mi reino desea la Bloodstell —dijo, descendiendo unos metros, con la gravedad de quien revela una sentencia—. Pero acepté esta farsa… con una sola condición.

Zerek cruzó los brazos, con una sonrisa cargada de burla.

—Déjame adivinar: matarme.

—Qué perceptivo.

—¿Y cuál es el motivo? ¿Maté a alguien que amas?

La respuesta fue tan helada como brutal:

—Mataste a muchos… —su voz descendió en un susurro cargado de luto— a todos los que amaba.

El aire tembló.
El aura de Azrael cambió como el cielo antes de una tormenta.
Lo que antes era presencia sobria se tornó sombra viviente.
Su elegancia se resquebrajó bajo el peso de una ira sepultada durante años.

La temperatura descendió. El suelo crujió.
Zerek, en lugar de alarmarse… soltó una carcajada.

—Si me dieran un gramo de Bloodstell por cada idiota que me ha dicho algo parecido… ya habría comprado esta guerra. Y no tendría que andar detrás de esa mocosa.

Sus pasos resonaron como truenos mientras avanzaba. Con arrogancia, estiró la mano, y la guadaña apareció. No emergió… rugió.

La hoja se formó con un chillido infernal, forjada por sombras y dolor. Cientos de almas atrapadas en su interior gritaron al unísono, deformando el aire como si la realidad misma se desgarrara. No era un arma.
Era una maldición con filo.
Un fragmento del infierno… encadenado a su voluntad.

Azrael no retrocedió. Al contrario.
Descendió con una lentitud insoportable, como si la gravedad no tuviera el derecho de apresurarlo.
Y entonces, sin mover un solo dedo…

¡BOOM!
Un rayo de energía pura —idéntico al que destruyó el carruaje— cayó del cielo como un martillo divino.

Zerek desapareció.

Reapareció a centímetros de Azrael, con una sonrisa feroz.




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