Elizabeth Rouse y el Misterio de la Luna

Capítulo 8 – El Precio de la Venganza

Un páramo muerto.
Eso fue lo que Azrael encontró al llegar a su aldea.

El aire mismo parecía haber sido desollado de su esencia. Los árboles eran estatuas resecas y marchitas, los caminos una cicatriz de polvo quebrado, y el viento... no soplaba. No se atrevía.

Donde antes había una plaza donde los niños jugaban, donde ancianos contaban historias bajo los almendros en flor, donde las risas formaban parte de la arquitectura misma… ahora no quedaba nada.

Solo ceniza.

Solo huesos.

Solo silencio.

Azrael avanzaba con pasos temblorosos, como si su cuerpo se resistiera a aceptar que eso era real. Que aquella ruina gris y sin alma era lo que quedaba del lugar que había jurado proteger. Cada paso crujía con los restos de lo que alguna vez fue vida. Y cada sonido, por mínimo que fuera, reventaba como una detonación en su pecho.

Se desplomó de rodillas. Sus dedos, temblorosos, se hundieron en la tierra árida y sin rastro de vida ni siquiera microscópica. Allí donde su madre le heredó su ducado, uno humilde pero hermoso. Donde jugaba con su hermana pequeña a construir castillos de barro. y donde luego junto a ella ayudó a construir las casas donde sus aldeanos habitaron, Ahora, sus manos solo encontraban polvo y restos de cráneos partidos.

Sus ojos —tan acostumbrados a la belleza, a la disciplina, a la diplomacia y la paz— no pudieron contenerse. Lágrimas negras como tinta caían por su rostro, como si su alma estuviera supurando la verdad.

Miles.
Miles de personas.
Niños, mujeres, animales… incluso las flores…
Todo había sido arrancado del mundo con precisión quirúrgica. Sin dejar siquiera cadáveres completos.

Una magia tan atroz, tan imposible, que incluso el tiempo parecía haber evitado ese lugar.

—¿Por qué…? —murmuró—. ¿Por qué aquí…? ¿Por qué ellos?

Entonces, lo vio.

A lo lejos, una figura juvenil. Vestida de blanco. De pie sobre la colina de ruinas, observando con quietud espectral.

Azrael se levantó de golpe. Sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Un sobreviviente! —gritó con desesperación.

Corrió hacia él con el alma al borde del colapso. Cada zancada estaba impulsada por una chispa de esperanza. Pero apenas estuvo a unos metros, se detuvo.

El chico sonreía.

No una sonrisa dulce.

Era una mueca… sus ojos azules lloraban mientras su boca dibujaba una mueca imposible de descifrar

Una distorsión inhumana.

Y detrás de él… el aire se quebró.

Sombras translúcidas, deformadas, se contorsionaban a su alrededor. Eran rostros. Rostros que Azrael conocía. Voces que alguna vez bendijeron su nombre. Dedos que se estiraban desde la niebla como buscando ayuda… o venganza.

Eran ellos.

Eran sus aldeanos.

Atrapados.

Retorcidos.

El niño sostiene un arma una desagradable y putrefacto oz que aprisionaba a todos en ella, se retorcía como si tuviera vida

Era una prisión viviente.

Un demonio.

Un monstruo que había hecho de su gente una extensión de su abominación.

Azrael cayó de rodillas otra vez. Pero esta vez, no por dolor.

Por furia.

Una furia tan absoluta, tan total, que quemó toda su humanidad.

En ese instante, Azrael murió.

No en cuerpo.

En alma.

El que se levantó de ese suelo no era un hombre.

Era la encarnación de una promesa de destrucción.

Desplegó sus alas —antaño blancas— se ennegrecieron hasta volverse una tormenta de cuchillas. Su armadura se cubrió de grietas vivas, como si la rabia se filtrara por cada placa metálica. Sus ojos brillaban con una luz antinatural, mezcla de llanto seco y fuego eterno.

—Tú… —dijo, su voz más grave que un trueno—. Tú vas a morir hoy.

El niño —sosteniendo la demoníaca arma— ladeó la cabeza. La sonrisa no desapareció. Como si lo hubiese estado esperando todo este tiempo.

—¿Eres el Duque, cierto? —dijo con voz dulce, infantil, pero cada sílaba era como clavos en los oídos—. ¿Vienes a castigarme?

—No. —Azrael caminó hacia él, y cada paso provocaba una implosión de energía bajo sus pies—. Vengo a borrar tu existencia del universo.

El cielo se oscureció de inmediato. Un manto de sombras cubrió la tierra como si el sol hubiese muerto. La tierra se abrió, expulsando columnas de fuego espectral. La realidad se fracturó alrededor de ambos, creando una burbuja de condena donde solo existían ellos dos.

No había testigos.

No habría sobrevivientes.

Solo juicio.

—¡Entonces ven, vengador! —rugió el arma que portaba el joven, su cuerpo retorciéndose en una criatura de ojos infinitos y bocas que gritaban nombres olvidados.

Y Azrael… rugió también.

Con todo lo que fue.

Con todo lo que perdió.

Con todo lo que juró destruir.

Azrael recordaba ese día con una precisión cruel. Aquel día… fue él quien perdió.

Desde entonces, cada aliento, cada hechizo, cada entrenamiento, cada noche sin descanso, había sido un solo propósito: prepararse para un segundo encuentro. El que por fin estaba ocurriendo ahora.

Y allí estaba él, frente a frente con ese joven que el mundo había aprendido a llamar príncipe Zerek. Pero Azrael no veía un príncipe. No veía un joven noble.

Veía al demonio.

Al mismo que, con una sonrisa torcida e inhumana, había contemplado la devastación de su aldea. Aquel que, sin pestañear, desató una magia de muerte que aniquiló veinte kilómetros de vida. Hombres, mujeres, ancianos, animales, árboles… incluso la tierra parecía haber olvidado cómo latir después de aquella masacre. Nada sobrevivió. Solo polvo. Y huesos.

Y ese rostro.

Esa sonrisa de burla que ahora volvía a ver. Pero no sería como la última vez.

Pero Azrael sabía que la historia no acabaría ahí.—¡Zanjara! —rugió Azrael con todo el poder de su pecho—. ¡Préstame tu fuerza!

Una figura colosal emergió detrás de él. El titán de piedra y fuego, Zanjara, respondió con voz grave como una montaña al quebrarse:




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