Elizabeth Rouse y el Misterio de la Luna

Capítulo 10 – Ecos en el Silencio Lunar

El viaje resultó mucho menos emocionante de lo que Elizabeth había imaginado. En su mente, la travesía hasta la luna debía haber sido un evento grandioso, lleno de luces, estremecimientos arcanos y un cielo abriéndose en cascadas de estrellas. En cambio, fue... instantáneo.

Su carruaje simplemente atravesó el portal mágico, como quien cruza una puerta entre habitaciones. Y al otro lado, estaban allí: sobre la superficie de la luna.

Lo que sí tomó tiempo fue el despliegue militar. Durante más de cuarenta minutos, guardias, estrategas, sanadores y sabios descendieron uno a uno, asegurando el perímetro, levantando un campamento defensivo con precisión de reloj. Los estandartes se clavaron en la piedra lunar como si afirmaran la voluntad de seis reinos. Una formación defensiva fue levantada con estructuras plegables reforzadas con magia, mientras los magos invocaban barreras de contención alrededor del campamento.

Dentro de cada carruaje, un hechizo de estabilización ambiental mantenía las funciones vitales de todos como si estuvieran en tierra firme: podían respirar, hablar y moverse sin notar la falta de atmósfera o gravedad. Incluso el suelo parecía obedecer las normas del planeta que habían dejado atrás.

Finalmente, cuando todo estuvo dispuesto, Elizabeth descendió de su carruaje acompañada de los príncipes. Lo que vio la dejó sin palabras.

El páramo lunar era desolador. El terreno, más que inhóspito, parecía arrasado por un cataclismo antiguo. Rocas fragmentadas, colinas erosionadas y un sinfín de estructuras deformes que no podían ser naturales. Era como si alguien hubiese tomado una civilización entera, la hubiese destruido a golpes de caos, y luego moldeado los escombros en un caparazón hueco.

Dondequiera que miraba, encontraba trazas de arquitectura antigua: una columna semienterrada, los restos de un pórtico hundido, o el fragmento de una escalinata que no llevaba a ningún sitio. Todo evocaba una historia que nadie había contado. Un recuerdo que la luna aún no decidía soltar.

—Este lugar... no es natural —susurró Vincent, bajando de su bestia mágica.

Elizabeth no respondió. Solo miraba el horizonte. El paisaje era más triste que un cementerio. Allí no había tumbas, ni epitafios. Solo ausencia.

De pronto, un grupo de jinetes sobre unicornios plateados se acercó con rapidez. La armadura blanca con reflejos de nácar que llevaban los identificaba como parte del escuadrón de avanzada. Uno de ellos se inclinó brevemente ante la princesa y los príncipes.

—Sus altezas —informó—. Escoltaremos los carruajes por tierra. El escuadrón aéreo estará sobre nosotros. Avisarán ante cualquier anomalía.

—¿Escuadrón aéreo? —preguntó Elizabeth, alzando la vista.

Y entonces lo vio.

Siete dragones.

Verdaderos dragones de guerra, volando en formación perfecta sobre el campamento. Criaturas colosales, con escamas iridiscentes, alas de cuero translúcido y fuego latente en la garganta. Cada uno montado por un jinete de élite, portando lanzas encantadas y grimorios flotantes. El simple rugido de uno de ellos estremecía el suelo bajo los pies.

“¿Quién, en su sano juicio, se atrevería a enfrentar algo así?”, pensó Elizabeth. Por primera vez desde que vislumbró aquella visión oscura, sintió una pizca de seguridad.

Pero la voz de Azrael no tardó en nublar ese pensamiento.

—No quiero parecer impertinente —dijo con su usual tono elegante y distante—, pero si no encontramos nada aquí… eso la hará quedar en ridículo.

Elizabeth lo miró con el ceño fruncido. No necesitaba que le recordaran lo que estaba en juego.

Azrael bajó un poco la voz, acercándose apenas.

—No me malinterprete, princesa… solo sugiero que, si me lo permite, podría preparar alguna “prueba” que dé legitimidad a esta expedición. Para no regresar con las manos vacías.

Fue suficiente.

Elizabeth bufó con molestia y se alejó sin decir palabra.

Ahora entendía perfectamente por qué Narel a veces lo quería golpear.

Azrael tenía un don especial para encontrar justo las palabras que irritaban a cualquiera. Y lo peor era que lo hacía con una sonrisa serena, como si cada provocación fuera parte de una diplomacia retorcida.

Caminó sin rumbo por el perímetro asegurado, sintiendo las miradas de los demás sobre su espalda. La duda era palpable. Mayron examinaba una roca con desinterés científico, Dren observaba el horizonte con los brazos cruzados, claramente aburrido, y Azrael… él simplemente esperaba, con la paciencia de una estatua.

—Eli… —la voz suave de Narel la alcanzó. Él era el único que no parecía juzgarla—. ¿Qué es lo que sentiste exactamente?

—No lo sé… —admitió ella, frustrada—. Es un eco. Un recuerdo que no es mío. Una advertencia. Me dice que aquí pasó algo terrible y que la respuesta está oculta

Un silencio tenso, cargado de expectativas y dudas, se había apoderado del campamento improvisado. Finalmente, la voz firme de un caballero de la guardia real, resonando con una claridad metálica en el aire enrarecido, rompió la quietud.

—¡Todo listo! ¡Sus Altezas, por favor, procedan a los carruajes!

Se les indicó a Elizabeth y a los príncipes que ingresaran al carruaje principal, el centro de mando de la expedición. Sin embargo, Dren se negó con un gruñido.

—No. Las paredes son una jaula —declaró, cruzando sus imponentes brazos. Su mirada se desvió hacia la figura de un caballero que comenzaba a trepar por una escalera de cuerda hacia el lomo de uno de los dragones—. Prefiero ir sobre el techo. Si algo pasa, deseo ser el primero en saltar a la batalla.

Era una razón lógica y muy propia de él, pero había otra cosa que añoraba en secreto, una chispa casi infantil en sus ojos que solo un observador muy agudo podría notar. Anhelaba, con una intensidad que lo sorprendió a sí mismo, la oportunidad de cabalgar una de esas enormes y majestuosas bestias. Sentir ese poder bajo su control... eso haría que todo este viaje valiera por completo la pena, sin importar el resultado.




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