Elizabeth Rouse y el Misterio de la Luna

Capítulo 11 – La Anatomía de un Dios

El silencio que siguió a la revelación fue más pesado que la gravedad de un sol moribundo. Era un silencio preñado de pavor, donde el único sonido era el latido colectivo de los corazones de un ejército que, por primera vez, se sentía diminuto. La figura en el centro del cráter ardiente, la pesadilla personal de Dren hecha materia, no se movía. Solo observaba. Desafiaba.

Entonces, dio un primer paso.

Solo uno.

El sonido fue antinatural. No fue el de una bota sobre roca, sino el de metal torturado raspando contra vidrio fundido. Un chirrido que atravesó la quietud y rompió el hechizo del miedo. Fue una declaración de intenciones. Venía hacia ellos.

Esta vez, no fue solo el fuego de tres dragones lo que se interpuso en su camino.

La respuesta de Vhalmir fue instantánea, una sinfonía de poder ejecutada con una coordinación milenaria.

Sobre el campo de batalla, los siete jinetes de dragón actuaron como una sola mente. Sus manos brillaron al unísono, y complejos símbolos arcanos, glifos de amplificación de tercer grado, se encendieron en sus guanteletes y en las frentes de sus monturas. El poder mágico de las bestias, ya de por sí abrumador, se multiplicó. Sus escamas comenzaron a brillar desde dentro, sus ojos se convirtieron en hornos de luz blanca y el aire a su alrededor se distorsionó por el puro calor latente.

En tierra, dentro del perímetro del campamento, los magos transmutadores se arrodillaron. Con las palmas extendidas hacia el suelo lunar, trazaron un sigilo de convergencia que se iluminó con un fulgor azulado.

—¡Ahora! —rugió el capitán de los jinetes.

Siete torrentes de fuego blanco, ya no llamas, sino pilares de energía pura, brotaron de las fauces de los dragones. Pero en lugar de impactar al objetivo, los siete rayos se curvaron en el aire como si fueran atraídos por un imán invisible, descendiendo en espiral hacia el sigilo de los transmutadores. Allí, en un vórtice cegador de poder, las siete corrientes fueron tejidas, trenzadas y fusionadas en una sola, un pilar de energía tan grueso como una torre de asedio.

Pero el asalto aún no había terminado. Tres archimagos, los más poderosos del contingente, se posicionaron en triángulo alrededor del rayo recién formado y añadieron la capa final.

—¡Por la voluntad de Vhalmir! —gritaron al unísono.

El pilar de energía blanca se comprimió, su rugido se convirtió en un chillido agudo que desgarraba el aire, y su color cambió a un azul tan intenso que parecía negro, un fragmento de la nada absoluta listo para borrar la realidad.

Eso no era un ataque ordinario. Eso era el Rayo Rompe Cielos, el hechizo de aniquilación definitivo de Vhalmir.

Él intentó protegerse.

Alzó su brazo fragmentado, y un escudo mágico se desplegó, hecho de fragmentos de magia quebrada y esencia robada. Un campo prismático que parecía retorcer la luz… pero fue inútil. El rayo lo atravesó como una lanza ardiente que cruza papel húmedo. El impacto sacudió toda la zona cero.

El mundo se volvió blanco. El sonido se convirtió en una presión física que aplastó todo lo demás. El suelo de la luna tembló, y el carruaje de Elizabeth fue sacudido como una hoja en una tormenta, mientras la onda expansiva hizo temblar hasta los cimientos mágicos del campamento.

Todo quedó en silencio.

El polvo lunar, alzado como una niebla espesa y dorada, ocultó la escena por largos segundos. El aire olía a ozono, a metal quemado, a victoria.

—Objetivo eliminado… —susurró uno de los transmutadores.

Pero nadie celebró.

Cuando la luz se atenuó, todos contuvieron la respiración. Donde antes estaba el caballero, ahora había un cráter de más de seis metros de profundidad, sus bordes vitrificados, brillando como obsidiana pulida. En el centro, una columna de humo negro ascendía lentamente.

Había funcionado. Tenía que haber funcionado.

—No hay… no hay un solo material conocido en los seis reinos que pudiera soportar eso sin desintegrarse por completo —murmuró Mayron desde el interior del carruaje, su voz una mezcla de asombro y alivio científico.

Pero mientras el humo se disipaba, una forma permanecía.

No era el caballero. O no del todo. Arrodillado en el fondo del cráter, casi completamente destruido, se encontraba un esqueleto metálico. Un armazón de un metal renegrido y antinatural, con la caja torácica reventada y un brazo arrancado de cuajo. Luchaba por ponerse de pie, sus movimientos torpes y espasmódicos, como los de una marioneta con los hilos cortados. Un chirrido agudo, el de metal protestando contra su propia destrucción, emanaba de sus articulaciones.

Estaba derrotado. Roto. Pero no estaba destruido.

El alivio en el campamento se evaporó, reemplazado por un horror más profundo.

Elizabeth sintió que algo más se quebraba dentro de ella.

Aquel ataque era el límite superior del poder humano. Era el golpe que desintegraba fortalezas, fundía dragones, pulverizaba montañas. No existía material, criatura ni magia registrada que pudiera resistirlo.

Y sin embargo…

Esa aberración aún luchaba por levantarse.

—Eso… —murmuró Vincent, con voz temblorosa—. Eso no debería existir.

—Ese… no es un ser vivo —susurró Narel, con los ojos fijos en la figura tambaleante

La temperatura descendió. No por el ambiente, sino por el miedo.

Azrael dio un paso al frente, la capa ondeando detrás de él.

—Estamos presenciando una herejía. Ese poderoso rayo debió haberlo vaporizado, junto con el cráter que dejó a su paso. Fue un hechizo concentrado y amplificado exponencialmente.

En la pantalla mágica, Elizabeth vio cómo la cabeza del esqueleto metálico se giraba lentamente, sus cuencas vacías pareciendo fijarse directamente en el visor. Y en ese momento, todos comprendieron la aterradora verdad.

No estaban luchando contra un soldado. Ni siquiera contra un demonio.

Estaban presenciando la anatomía de algo imposible. Y acababan de arrancarle la piel.




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